Volvamos unos cuantos años
atrás viajando por el tiempo. Justo a la época en la que estás jugando con tus
compañeros de quinto de Educación General Básica y habéis hecho una trastada
gorda. Ahí. Para la cinta.
El juego al principio parecía
divertido, ¿verdad? Eso es lo que tiene la infancia, que no sabemos aún
distinguir lo divertido de lo peligroso, o al menos no tendríamos por qué
saberlo: meterle un petardo encendido en la capucha de la chaqueta de Manolín,
el niño de tercero de EGB, sonaba realmente tronchante. No nos deteníamos a
pensar en las consecuencias, sólo contaba la acción y la diversión. Las risas.
Imaginarnos su cara al asustarse…
Pero cuando viste cómo
lloraba porque se había hecho una quemadura en el cuello, dejó de parecer una
broma simpática. Y cuando salieron los profesores y llamaron a continuación a
tus padres, todo pareció una idea pésima.
No abandonéis aún esa época
y haced memoria: ¿os acordáis del castigo? Es difícil de olvidar. Encerrado en
la habitación con las persianas bajadas mientras tu estómago te pide comida no
es lo peor, lo realmente frustrante son las palabras de tus padres con cara de
decepción. Has tenido suerte porque en esa época lo “normal” era acompañar el
castigo físico al psicológico, todo ello aderezado con unos azotes y cuarto y
mitad de bofetones. Sí, eran los tiempos en los que SuperNanny era una marca de
piruletas y el “mi hijo es mi colega” era una soplapollez (joder, y lo es aún.
No es tu colega: es tu hijo, pedazo de irresponsable).
Bien. Pongamos que hablo de
los lejanos años ochenta. Ahí es donde sitúo mi infancia junto con mis premios
y castigos infantiles. Mi moral me la forjaron ahí a golpe de libro de Anaya, del
castigado sin cenar y de azotainas por los pasillos. No, si alguien me
pregunta, le diré que no. No tengo trauma alguno, ni síndromes extraños de esos
en los que prendes fuego al monte o dibujas hombres ahorcados. Es más, mi
concepto de lo bueno y de lo malo no dista mucho de la idea que pueda tener un “millenial”
(término gilipollas para denominar a un nacido en los confusos años del euro y
del Internet de Altavista).
Entonces si mi concepto es
el mismo que el de un chaval de nuestros días, ¿qué diferencia hay entre los
nacidos en los prehistóricos y prehistéricos años ochenta y los nacidos cuando
Steve Jobs daba conciertos multitudinarios como un Beatle con un iPhone en
ristre? No es la moral (esa nacemos todos con ella: no existe el ser amoral
sino el inmoral). Tampoco es la ética. Y de la religión nada nuevo bajo el sol.
La diferencia es la
EDUCACIÓN.
No hablo de esa a la que los
padres exigen en vano que se la proporcionen a sus vástagos en las escuelas,
institutos, o incluso si me apuráis, en las Universidades. No, señores padres,
progenitores, papás, mamás o ascendientes de primer grado por consanguineidad
(como queráis definiros mejor, eso no me importa), no.
Fuera de casa sólo podéis
exigir CULTURA. La Educación se hace con la puerta cerrada, lleva su tiempo y
es algo íntimo. Los padres deben de saber cómo, cuándo y porqué premiar o
castigar. Dando ejemplo y regalando su tiempo. Es VUESTRA RESPONSABILIDAD, y es
indelegable, intransferible e irrenunciable porque para eso decidisteis tener hijos.
Deja la Cultura al maestro y asume tu papel. Pero, sobre todo, deja de ser un
capullo sobreprotector.
Tu hijo es como eras tú. No
es un hámster ni una flor marchita. Tu hijo es un proyecto de hombre o mujer
que necesita forjarse con educación y curtir su cerebro con cultura.
Ahora volvamos al ejemplo
del principio. Año 2016. Manolín no se llama Manolín porque es un nombre
corrientucho. La EGB no existe (sabe Dios cómo se llama ahora… ¿Primaria puede
ser?). Y los petardos de a duro hace mucho que dejaron de venderse en quioscos
que tampoco existen. Ahora estamos en la época de los vídeos por Internet y del
phising a móviles. Los años en los que las bromas no se hacen a la cara pero
dan más por culo porque se ríe hasta gente que no has visto en tu vida por
Youtube. Estos extraños años…
Continúo. La broma, pongamos
que es patear en el recreo de un colegio de Mallorca a una niña. Pongamos que
es más pequeña. Y pongamos además que son quince niños contra ella. Y, al fin…pongamos
que casi la matan y está ingresada en el Hospital. Dejo la pregunta en el aire:
¿os imagináis que harían nuestros padres en los años sesenta, setenta u
ochenta? Os lo imagináis bien, pero calláis como rameras. Castigaros en la
habitación con las persianas bajadas era por el caso real del petardo en la
capucha de un tal Manolín, de tercero de EGB. La proporción del castigo es de
suponer hacia dónde tiraría y por dónde dolería. Y, ¿sabes? Por descabellado
que parezca, esos niños aprenderían algo: las CONSECUENCIAS (más o menos
dolorosas, pero nada traumáticas) de sus asquerosos actos.
Y acabo con dos cosas.
Una es remarcando lo que
decía al principio: todos los niños hemos sido, son y seguirán siendo los
mismos mientras el humano siga siendo humano. Los que cambian son los padres y
su actitud, responsabilidad y paciencia con ellos.
Dejad de ser cretinos y
haced de padres ya: antes de que vuestros hijos sean unos débiles expuestos a
los castigos que les pueda infligir la vida porque vosotros no quisisteis
enseñarles. Porque la vida es la mejor docente cabrona que os podáis imaginar:
enseña con más palos que zanahorias, no lo olvidéis.
Y dos, os hago una pregunta (literalmente son dos):
¿tan mal os educaron vuestros padres como para que queráis cambiar la forma que
tuvieron de enseñarnos? ¿tan mal lo hicieron?
Pensadlo, por favor.