domingo, octubre 16, 2016

“Palo y zanahoria” VS. “Sobreprotección infantil”

Volvamos unos cuantos años atrás viajando por el tiempo. Justo a la época en la que estás jugando con tus compañeros de quinto de Educación General Básica y habéis hecho una trastada gorda. Ahí. Para la cinta.

El juego al principio parecía divertido, ¿verdad? Eso es lo que tiene la infancia, que no sabemos aún distinguir lo divertido de lo peligroso, o al menos no tendríamos por qué saberlo: meterle un petardo encendido en la capucha de la chaqueta de Manolín, el niño de tercero de EGB, sonaba realmente tronchante. No nos deteníamos a pensar en las consecuencias, sólo contaba la acción y la diversión. Las risas. Imaginarnos su cara al asustarse…

Pero cuando viste cómo lloraba porque se había hecho una quemadura en el cuello, dejó de parecer una broma simpática. Y cuando salieron los profesores y llamaron a continuación a tus padres, todo pareció una idea pésima.

No abandonéis aún esa época y haced memoria: ¿os acordáis del castigo? Es difícil de olvidar. Encerrado en la habitación con las persianas bajadas mientras tu estómago te pide comida no es lo peor, lo realmente frustrante son las palabras de tus padres con cara de decepción. Has tenido suerte porque en esa época lo “normal” era acompañar el castigo físico al psicológico, todo ello aderezado con unos azotes y cuarto y mitad de bofetones. Sí, eran los tiempos en los que SuperNanny era una marca de piruletas y el “mi hijo es mi colega” era una soplapollez (joder, y lo es aún. No es tu colega: es tu hijo, pedazo de irresponsable).

Bien. Pongamos que hablo de los lejanos años ochenta. Ahí es donde sitúo mi infancia junto con mis premios y castigos infantiles. Mi moral me la forjaron ahí a golpe de libro de Anaya, del castigado sin cenar y de azotainas por los pasillos. No, si alguien me pregunta, le diré que no. No tengo trauma alguno, ni síndromes extraños de esos en los que prendes fuego al monte o dibujas hombres ahorcados. Es más, mi concepto de lo bueno y de lo malo no dista mucho de la idea que pueda tener un “millenial” (término gilipollas para denominar a un nacido en los confusos años del euro y del Internet de Altavista).

Entonces si mi concepto es el mismo que el de un chaval de nuestros días, ¿qué diferencia hay entre los nacidos en los prehistóricos y prehistéricos años ochenta y los nacidos cuando Steve Jobs daba conciertos multitudinarios como un Beatle con un iPhone en ristre? No es la moral (esa nacemos todos con ella: no existe el ser amoral sino el inmoral). Tampoco es la ética. Y de la religión nada nuevo bajo el sol.

La diferencia es la EDUCACIÓN.
No hablo de esa a la que los padres exigen en vano que se la proporcionen a sus vástagos en las escuelas, institutos, o incluso si me apuráis, en las Universidades. No, señores padres, progenitores, papás, mamás o ascendientes de primer grado por consanguineidad (como queráis definiros mejor, eso no me importa), no.

Fuera de casa sólo podéis exigir CULTURA. La Educación se hace con la puerta cerrada, lleva su tiempo y es algo íntimo. Los padres deben de saber cómo, cuándo y porqué premiar o castigar. Dando ejemplo y regalando su tiempo. Es VUESTRA RESPONSABILIDAD, y es indelegable, intransferible e irrenunciable porque para eso decidisteis tener hijos. Deja la Cultura al maestro y asume tu papel. Pero, sobre todo, deja de ser un capullo sobreprotector.

Tu hijo es como eras tú. No es un hámster ni una flor marchita. Tu hijo es un proyecto de hombre o mujer que necesita forjarse con educación y curtir su cerebro con cultura.

Ahora volvamos al ejemplo del principio. Año 2016. Manolín no se llama Manolín porque es un nombre corrientucho. La EGB no existe (sabe Dios cómo se llama ahora… ¿Primaria puede ser?). Y los petardos de a duro hace mucho que dejaron de venderse en quioscos que tampoco existen. Ahora estamos en la época de los vídeos por Internet y del phising a móviles. Los años en los que las bromas no se hacen a la cara pero dan más por culo porque se ríe hasta gente que no has visto en tu vida por Youtube. Estos extraños años…
Continúo. La broma, pongamos que es patear en el recreo de un colegio de Mallorca a una niña. Pongamos que es más pequeña. Y pongamos además que son quince niños contra ella. Y, al fin…pongamos que casi la matan y está ingresada en el Hospital. Dejo la pregunta en el aire: ¿os imagináis que harían nuestros padres en los años sesenta, setenta u ochenta? Os lo imagináis bien, pero calláis como rameras. Castigaros en la habitación con las persianas bajadas era por el caso real del petardo en la capucha de un tal Manolín, de tercero de EGB. La proporción del castigo es de suponer hacia dónde tiraría y por dónde dolería. Y, ¿sabes? Por descabellado que parezca, esos niños aprenderían algo: las CONSECUENCIAS (más o menos dolorosas, pero nada traumáticas) de sus asquerosos actos.

Y acabo con dos cosas.
Una es remarcando lo que decía al principio: todos los niños hemos sido, son y seguirán siendo los mismos mientras el humano siga siendo humano. Los que cambian son los padres y su actitud, responsabilidad y paciencia con ellos.
Dejad de ser cretinos y haced de padres ya: antes de que vuestros hijos sean unos débiles expuestos a los castigos que les pueda infligir la vida porque vosotros no quisisteis enseñarles. Porque la vida es la mejor docente cabrona que os podáis imaginar: enseña con más palos que zanahorias, no lo olvidéis.
Y dos, os hago una pregunta (literalmente son dos): ¿tan mal os educaron vuestros padres como para que queráis cambiar la forma que tuvieron de enseñarnos? ¿tan mal lo hicieron?
Pensadlo, por favor.


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