jueves, octubre 24, 2019

"El Lugar Olvidado del Día" (Relato Corto)

7:00 A.M.
Sonó el despertador.
Al abrir los ojos no pude ver nada. Sólo brillaba el destello rojizo de la luz del piloto que estaba junto a la puerta de la habitación. Tenía la garganta seca, rasposa y la cabeza me daba vueltas…y lo peor de todo, no me acordaba de lo que había hecho la noche anterior. Cuando encendí la luz de la mesita todo daba vueltas. La puerta se movía y los muebles bailaban al son de los latidos de mi cabeza. No recordaba nada.
La televisión encendida por la noche, el canal de deportes…y luego nada. La luz se fundía en el interior de mi memoria. 
Me incorporé de la cama y tuve que cerrar los ojos para poder mantenerme en pie. No los abrí hasta que toqué el pomo de la puerta y el tacto frío me transportó a un sitio familiar, un sitio que…y mientras me mojaba la cara con el agua helada del grifo, volví a olvidarlo. Me miré en el espejo y tenía buen aspecto. No había sido una noche etílica, siempre había sido abstemio, así que el ver mi reflejo confirmó mis sospechas de que el dolor de cabeza nada tenía que ver con una juerga nocturna… ¿pero entonces que había pasado?
Subí las persianas y descorrí las cortinas. A través de los cristales empañados pude ver que llovía a cántaros…y entonces vi la almohada. Manchas rojas a los lados. ¿Podía ser sangre lo que estaba observando? Se me secó aún más la boca. Manchas rojas, casi marrones. Las manchas de los extremos de la almohada parecían más oscuras, casi negras…espesas.
Me miré las manos, pero estaban limpias. Me desnudé. Rápidamente me desnudé. Rompí la camiseta y casi me tropiezo al intentar quitarme los calcetines. Mi cuerpo desnudo expuesto delante de la ventana me hizo sentir vulnerable y esa sensación me regaló otra fracción de recuerdos. Desnudo .Esa noche había estado desnudo. Estaba seguro. Pero, ¿por qué? ¿Para qué? Lo más inquietante de todo era la sangre de la almohada. Inspeccioné minuciosamente mi nariz, incluso los oídos y llegué a la conclusión de que esa sangre no era de una hemorragia.
Empecé a dar vueltas alrededor de la cama. Quité las sábanas y la funda de la almohada. ¿Qué coño me estaba pasando? ¿Qué había hecho? ¿A quién podía haber herido? Las respuestas no estaban en la habitación. Poniéndome de nuevo la ropa interior me dirigí al salón y allí estaba mi teléfono móvil encima de la mesa de cristal. Lo desbloqueé y miré la lista de llamadas. Diez llamadas a un mismo número que no figuraba en mi agenda. Había llamado entre las dos y las tres de la madrugada y todas las llamadas habían sido contestadas… 
Inmediatamente pulsé el botón de rellamada…y colgué. No podía llamar. Me sudaban las manos. Sospechaba que la persona a quien llamaba estaba muerta. Algo dentro de mí lo sabía de la misma forma que aún conservaba el recuerdo de mi nombre.
9:00 A.M.
- ¿Estas bien? – la voz de Claudia me pareció casi desconocida. Había trabajado con ella cinco años y casi me sonó a la voz de una persona extraña. Supe que era ella antes de volverme por el perfume que llevaba respirando todos los días de lunes a viernes.
- Sí, he dormido mal, no me pasa nada – la inquietud de mis palabras hicieron que frunciese más el ceño, pero no dijo nada más. Era una de las cosas que más me gustaban de mi secretaria, sabía cuando un interlocutor no tenía ganas de hablar. La sonreí.
El ordenador estaba encendiéndose cuando caí en la cuenta de que se me había olvidado la clave de acceso. Nunca me había pasado. Me sentí como un espía en zona enemiga, una sensación de que no debería de estar allí, de que estaba suplantando la identidad de otra persona…y corrí al baño. Todo el mundo me miraba con sorpresa. Y justo cuando entré al baño, vomité.
Al incorporarme, cogí un trozo de papel higiénico y me sequé las lágrimas. Esperé unos minutos para recomponerme y respiré hondo. Cerré la tapa del inodoro y vislumbré una retahíla de números separados por guiones. Un número de teléfono supuse. Volví a abrirla y entre convulsiones pensé en cómo sería la muerte, en qué se sentiría, en si haría frío, en si…el número de la tapa me parecía ligeramente familiar. Lo había visto antes. Lo vi en algo que guardaba en mi bolsillo. Era el número diez. El número de las diez llamadas respondidas.
Si no me hubiese estado mordiendo la lengua hasta el dolor, habría gritado. Los compañeros del trabajo habrían llamado a los loqueros, estaría atado de pies y manos, sedado hasta los tuétanos y balbuceando. Pero no grité. Hice algo peor: miré el número. Y así me quedé hasta que alguien llamó a la puerta. 
Diez minutos más tarde estaba conduciendo. No sabía adónde, pero me dejé guiar por el mismo instinto irracional que me empujó a pulsar la tecla de llamada del manos libres de mi Audi TT. La señal de llamada retumbó en el habitáculo de una manera esperpéntica. El sonido parecía surgir del salpicadero, de debajo de las alfombrillas, de mi cabeza…y cuando una cara se reflejó en el retrovisor derrapé y el utilitario se quedó estacionado en el arcén izquierdo de la autovía. Grité. Esta vez me encontré gritando de dolor, no de pánico. El dolor del verdugo. Había matado a alguien.
12:01 P.M.
Estoy en el camino de un monte. Un sendero de tierra que no sé adónde conduce. Me he perdido, pero no. No me he perdido. Estoy mirando cada poco por el retrovisor. No he vuelto a ver esa cara. Joder, creo que estaba muerta. Pero me estoy calmando poco a poco. La arboleda que me rodea me ayuda a relajarme. Los abetos parecen mecer al coche y el olor de la resina me parece estimulante, familiar, etéreo. Vaya, que me ayuda a ver las cosas de otra forma. Nunca he matado a nadie. 
(Eso creo, pero no estoy completamente seguro)
Una cosa que me pone las cosas fáciles en la vida es la música. He llegado a una conclusión: nunca son suficiente las melodías de una vida entera. Cada minuto, cada segundo necesitas una. Tu vida necesita una a cada momento, en cada secuencia de tu vivir, necesitas algo. En este instante estoy escuchando música de otros momentos, de otros lugares. De  años remotos en los que no me cuestionaba nada, en lo que la importancia de las cosas se reducían a un efímero fotograma. Bebía como un cosaco y vivía como un bárbaro. Los tiempos en los que la vida era algo perenne. Ahora ese árbol se está muriendo y las hojas caen. Poco a poco, pero noto que se están cayendo. Mierda.
Cuando escucho a Phil Collins, a Eurythmics, a Tom Jones…es cuando veo que muchas hojas están ya en el suelo. Que las discotecas han cerrado y es la hora en que sale el sol y te tienes que ir a casa a sobarla. A tomar por el saco, todo se acabó.
Veo una casa de madera en el amplio recodo de la curva. Es de un color raro, mitad marrón, mitad negra. No es caoba, ni alcornoque, ni nogal…solo está hecha de algo. Miles de algos de millones de sitios, pero es un algo vacío que crepita. Pongo todo mi empeño en frenar y darme la vuelta. No puedo, algo me dice que continúe. Y yo lo hago a pesar de que ya sé qué es lo que veré en esa casa.

El lugar olvidado del día. Eso es lo que voy a ver. Algo que haces por la noche y lo vuelves a ver de día. Las botas que llevo puestas han pisado antes esta tierra. Estaban guardadas en el maletero. No sé de quién las escondía pero supe que estaban ahí, debajo de la rueda de repuesto, dentro de una manta cubierta de sangre caoba, de sangre de nogal.

viernes, octubre 11, 2019

Microrrelato: "PUÑOS, LETRAS Y VODKA"


Ya están apagando las luces.
Sillas boca arriba, mesas boca abajo y mis pensamientos desparramados en una orgía etílica de vodka. Imágenes que fluyen. Sucias culebras de oscuros colores que trepan por la barra, por las sillas y por mis piernas. No soy consciente de que el borracho que se refleja en el espejo soy yo. Ignoro la mirada de impaciencia del camarero.
En la densa neblina de mis ojos ebrios de alcohol y enrojecidos de apaciguada ira, veo el reloj que está junto a las botellas. Las dosynosequé del día nosécuántos del puto año dosmilypico.
No me importa. 
A quién cojones le importa en realidad el tiempo en el que uno vive. Hoy es el presente. Lo que hice hace unos días es el pasado. Del futuro ya se encargará la vida de darte patadas en la entrepierna y caricias en la nuca.
Ese niño. Joder, era un crío. 
“¿Lo prefieres en billetes de 500 euros o en una bolsita de polvo blanco?”. 
Y así es como empieza todo: en una asquerosa mesa llena de mierda hasta los topes, un cenicero lleno de colillas a medio apagar y dos posavasos viejos. El lugar apropiado para cambiar dinero por vidas. La mía incluida, claro.

 Me gano la vida así – por la forma en la que me mira el barman, he hablado en voz alta. Pero mis pensamientos me retienen en aquél sucio tugurio lleno de depredadores sociales. Un momento del tiempo lo suficientemente cercano como para hacerme vomitar todas las mañanas. Lo suficientemente lejano como para no volarme los sesos cada vez que me acuesto. El asco que me tengo sigue ahí latente.

Es una noche lluviosa. 
Los coches se empujan unos a otros mientras los peatones se arremolinan en los escaparates. Millones de paraguas desplegados. Luces que se reflejan en cada una de las gotas que caen.
En ese momento no soy consciente de que estoy empapado. No llevo paraguas. Tropiezo varias veces con la gente, con las aceras, con las señales, pero todo me da igual. Para una persona que ha visto pozos de petróleo que arden, ciudades que arden, gente que arde y almas que queman, la lluvia significa redención. El perdón por las cosas hechas. Así me siento en ese momento.

 Caballero, ya vamos a cerrar – de la lluvia a la neblina de nuevo. La visión borrosa de una persona con un mandil blanco. No le estoy viendo a él. Para mí es Alexander Borokov, el demonio al que vendí mi alma por dinero y polvo blanco como el papel.

- ¿Por qué no me dijiste que había un niño en el coche, hijo de puta? – aúllo. Alexander “el camarero” Borokov me mira sorprendido, casi asustado. Desaparece de mi atrofiada vista. “Huye, Alexander, huye”.
Siento un roce en mi mano. A cámara lenta voy viendo quién es. Henry Harold. Un niño de diez años. Una bomba le mató a la salida del garaje de su casa. A él y a su padre. Me mira. Ve lo que hay dentro de mí enterrado en alcohol y remordimientos. Escruta mi atormentada alma y ve lo que nadie verá jamás: quién soy y quién podría haber sido.
Y esa condescendencia infantil consigue que me levante del taburete de la barra del bar. Juntos de la mano,caminamos sin hablar hacia al coche. La lluvia de aquella noche ha vuelto. En realidad, todo vuelve: las guerras, los niños, los remordimientos y las armas.

En la guantera está mi Glock 18. Mi fiel compañera. Sigue cargada con las mismas balas que una vez sirvieron para matar. Hoy servirán para un oportunista, desesperado y cobarde acto de redención.




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