viernes, octubre 11, 2019

Microrrelato: "PUÑOS, LETRAS Y VODKA"


Ya están apagando las luces.
Sillas boca arriba, mesas boca abajo y mis pensamientos desparramados en una orgía etílica de vodka. Imágenes que fluyen. Sucias culebras de oscuros colores que trepan por la barra, por las sillas y por mis piernas. No soy consciente de que el borracho que se refleja en el espejo soy yo. Ignoro la mirada de impaciencia del camarero.
En la densa neblina de mis ojos ebrios de alcohol y enrojecidos de apaciguada ira, veo el reloj que está junto a las botellas. Las dosynosequé del día nosécuántos del puto año dosmilypico.
No me importa. 
A quién cojones le importa en realidad el tiempo en el que uno vive. Hoy es el presente. Lo que hice hace unos días es el pasado. Del futuro ya se encargará la vida de darte patadas en la entrepierna y caricias en la nuca.
Ese niño. Joder, era un crío. 
“¿Lo prefieres en billetes de 500 euros o en una bolsita de polvo blanco?”. 
Y así es como empieza todo: en una asquerosa mesa llena de mierda hasta los topes, un cenicero lleno de colillas a medio apagar y dos posavasos viejos. El lugar apropiado para cambiar dinero por vidas. La mía incluida, claro.

 Me gano la vida así – por la forma en la que me mira el barman, he hablado en voz alta. Pero mis pensamientos me retienen en aquél sucio tugurio lleno de depredadores sociales. Un momento del tiempo lo suficientemente cercano como para hacerme vomitar todas las mañanas. Lo suficientemente lejano como para no volarme los sesos cada vez que me acuesto. El asco que me tengo sigue ahí latente.

Es una noche lluviosa. 
Los coches se empujan unos a otros mientras los peatones se arremolinan en los escaparates. Millones de paraguas desplegados. Luces que se reflejan en cada una de las gotas que caen.
En ese momento no soy consciente de que estoy empapado. No llevo paraguas. Tropiezo varias veces con la gente, con las aceras, con las señales, pero todo me da igual. Para una persona que ha visto pozos de petróleo que arden, ciudades que arden, gente que arde y almas que queman, la lluvia significa redención. El perdón por las cosas hechas. Así me siento en ese momento.

 Caballero, ya vamos a cerrar – de la lluvia a la neblina de nuevo. La visión borrosa de una persona con un mandil blanco. No le estoy viendo a él. Para mí es Alexander Borokov, el demonio al que vendí mi alma por dinero y polvo blanco como el papel.

- ¿Por qué no me dijiste que había un niño en el coche, hijo de puta? – aúllo. Alexander “el camarero” Borokov me mira sorprendido, casi asustado. Desaparece de mi atrofiada vista. “Huye, Alexander, huye”.
Siento un roce en mi mano. A cámara lenta voy viendo quién es. Henry Harold. Un niño de diez años. Una bomba le mató a la salida del garaje de su casa. A él y a su padre. Me mira. Ve lo que hay dentro de mí enterrado en alcohol y remordimientos. Escruta mi atormentada alma y ve lo que nadie verá jamás: quién soy y quién podría haber sido.
Y esa condescendencia infantil consigue que me levante del taburete de la barra del bar. Juntos de la mano,caminamos sin hablar hacia al coche. La lluvia de aquella noche ha vuelto. En realidad, todo vuelve: las guerras, los niños, los remordimientos y las armas.

En la guantera está mi Glock 18. Mi fiel compañera. Sigue cargada con las mismas balas que una vez sirvieron para matar. Hoy servirán para un oportunista, desesperado y cobarde acto de redención.




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