Érase una vez un señor que de tanto que trabajaba,
menos vida le quedaba.
Habían días que saliendo del trabajo, tan cansado como
estaba, a la cama directamente se encaminaba. No comía, apenas dormía, ni
sentía, ni soñaba…solamente trabajaba y trabajaba.
El tiempo iba pasando. Y sólo. Sólo. Sólo vivía para lo
que subsistía. Tenía como amigos y compañeros una pantalla, dos lámparas (una
de ellas a punto de fundirse) y la mesa donde se sentaba.
Los seres humanos de los que le separaba una oscura
mampara no existían para él porque apenas los veía ni los sentía. Apenas
respiraban. Y en el fondo de él creía que todos muertos estaban.
No tenía hora de entrada. Tampoco de salida. Y el
tiempo que mediaba, en su frugal vida privada, nada especial hacía. No tenía
televisión, ni Internet, ni noticias. Ni rumores, ni pensamientos, ni palabras
oía.
¿Era feliz? Y automáticamente otra pregunta se escurría, en el fondo de su
alma ni lo sabía. ¿Era infeliz? Tampoco pensaba en ello. Algo tan remoto como
la estática de una radio en el desierto. Como el susurro de una almohada en un
montón de cabellos. No había respuestas para las preguntas nunca hechas.
Y así pasaron los años, los lustros y las décadas. Y el señor murió como un perro al que le
precedió su dueño. Un objeto, una cosa que jamás tuvo un sueño. Un ser que
paseando por la vida…siempre estuvo muerto.
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