Levanté la vista del periódico.
El titular me había parecido tan pueril, tendencioso y
malintencionado que el desayuno amenazó con escapárseme de mi estómago. Era increíblemente
tosca la asociación de ideas que pretendía hacer creer al lector: inmigrantes
eran igual a parásitos menos oportunidades de trabajo multiplicado por
delincuencia dividido por justicia.
Me conmocionó tanto leer primero el titular y luego el
montón de mierda camuflada de caracteres de imprenta, que me apresuré a
ducharme, vestirme y sacar por enésima vez la pancarta que tenía escondida en
el armario para ocasiones así. Esa que rezaba “STOP MENTIRAS. SOMOS PERSONAS,
NO TÓPICOS”.
Nada más bajar por las escaleras del viejo edificio donde
vivía, me topé con dos vecinos jóvenes que habían venido hacía relativamente
poco a vivir al primero-efe-escalera-dos-puerta-tres. Era una pareja gay exquisitamente
educada, respetuosa…y por lo poco que había hablado con ellos, muy culta. Como íbamos
todos con prisa sólo me dio tiempo a saludarles con un escueto buenos días y
seguí mi camino escaleras abajo hasta salir a la calle. Allí, cerca de mi
portal me llamó la atención un grupo de gente…en realidad cuando me fijé más,
me di cuenta de que en realidad eran dos. Dos grupos que habían marchado por
las calles y habían confluido justamente cerca de la puerta de mi portal. A
tenor de los gritos, la escena no presagiaba nada bueno…
Me acerqué con cautela y me fijé en que ambos grupos se
diferenciaban por las camisetas de sus miembros. Unas eran oscuras con unas
letras blancas y otras eran blancas con unas letras negras. Estaban discutiendo
precisamente acerca de lo que acababa de leer en el periódico hacía escasos
minutos:
-
Venís a robarnos – clamaban unos.
-
El racismo es la causa más fácil. Venimos a
vivir porque donde nacimos no nos dejan hacerlo en paz.
-
Sois diferentes. No os integráis.
-
No lo somos. En nuestro país hacíamos las
mismas cosas que hacéis vosotros: teníamos un trabajo, una casa, un coche, una
religión, que aunque diferente, en esencia nos exigía lo mismo que la vuestra…y
teníamos también medios de comunicación.
-
Seguramente estaban manipulados. No procedéis
de un país democrático como el nuestro. Aquí nuestra prensa, nuestro internet…incluso
nuestra radio son democráticos e independient…
-
Sí. Lo estaban. Estaban manipulados. Allí
decían que vosotros, los que vivís aquí, sois personas despiadadas, ruines y
diferentes. Y cometimos el error de creer eso: desde la distancia es más
sencillo creer lo que alguien dice que ha visto lejos. Es más fácil hacer eso
que viajar y comprobarlo por ti mismo.
-
Me estás dando la razón. En tu país no nos
queréis.
-
En el vuestro tampoco somos bienvenidos. Al
menos no por gente como vosotros…¿y sabes por qué? Porque no nos conocéis. No
os habéis molestado en saber ni tan siquiera algo de nosotros porque lo que
dicen de nosotros en los medios es que somos unos asesinos y unos parásitos del
trabajo. Y estáis equivocados: venimos porque al igual que vosotros, hemos
nacido del vientre de una mujer. Respiramos. Comemos y bebemos. También nos
preocupan nuestros hijos. Y condujimos coches de alta gama. Viajamos tan lejos
como nuestro dinero nos permitió…y sobre todo, estamos hechos de lo mismo que
vosotros: carne, alma, odio y amor.
-
Pero sois a todas luces diferentes: vestís
diferente, coméis diferente y practicáis una religión diferente que fomenta la
violencia contra el diferente.
En ese punto me acerqué a ellos. Y sin decir nada les
señalé a ambos sus camisetas. A continuación le dije al inmigrante que leyera
lo que decía la camiseta del “adversario”:
-
Pone: “NUESTRO PAÍS PARA NUESTROS PAISANOS”.
-
Bien, usted, el de la camiseta blanca de
letras negras…lea lo que pone la camiseta que tiene enfrente.
-
“TODO SER HUMANO MERECE UNA SEGUNDA
OPORTUNIDAD”.
-
De acuerdo…ahora hagamos una cosa: ustedes
dos cámbiense las camisetas.
-
Pero…
-
Háganlo. Ahora – dije mientras inconscientemente
blandía mi vieja pancarta. Los demás murmuraron algo inaudible. Al menos para
mí…pero lo hicieron. Se cambiaron las prendas.
El efecto fue el que me imaginaba. Les rogué a todos que
hicieran justo lo mismo con la persona que tenían enfrente. Mientras se daban
las prendas todos tenían la mirada perdida…como ovejas sacadas de un redil del
que jamás habían salido. Se sentían apabullados, confusos y, sobre todo,
impresionados.
-
Cambiaos de lado de la calle. Los de las
camisetas negras a mi izquierda y los de las blancas a mi derecha – y lo
hicieron. Lentamente lo hicieron.
-
Bien. Ahora por último una cosa: defendeos.
Argumentad lo que vuestras camisetas representan. Discutid como si vuestra vida
fuera en ello…adelante.
Y por primera vez en sus vidas, las personas que estaban
allí de pie, se dieron cuenta de algo. Era algo que aprendieron sin necesidad
de palabras, enseñanzas densas o frases manidas: que la vida, que su vida,
dependía del color de la camiseta que tuviera más a mano en la tienda del
barrio. Y que si salían de esa zona y caminaban, vendían camisetas de múltiples
colores que sólo tenían un objetivo: diferenciar a las personas que vivían
debajo de ellas.
Unos minutos después, todos se quitaron las camisetas y
las dieron la vuelta. Sin decir nada, se fueron alejando por las calles
adyacentes a sus casas dispuestos a difundir la lección que habían aprendido.
Que la única diferencia entre dos seres humanos aparentemente diferentes es el
lugar donde nacen. El resto de diferencias las fabricaban los mismos que
vendían camisetas en los periódicos. Eran diferencias artificiales que
básicamente usaban un decolorante del color de la empatía y sobrescribían las
verdades con falacias, que de tan pueriles que eran, parecía increíble que la
gente las creyera.
Recogí mi pancarta del suelo donde la había posado. Saqué
un rotulador y añadí al mensaje que ya estaba escrito:
“SOMOS LAS PERSONAS QUE VIVIMOS DENTRO DE UNA CAMISETA”.
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