lunes, septiembre 11, 2017

Microrrelato: "El Túnel".

Otra vez me he quedado dormido.
No sé qué me está pasando estas últimas noches, pero descanso fatal. Desde que me separé, es como si ella se hubiera llevado mi televisión, mi coche, mis discos y mis sueños. Literalmente. Sólo me he quedado con un montón de recibos y un puñado de fotos olvidadas debajo de una botella de ginebra.
Los sueños que tenía en esta vida eran muy diferentes a lo que me encuentro todas las mañanas delante del espejo del baño. No soy un inconformista ni una persona excesivamente ambiciosa. Deseo un poco más que la media y espero de mí mismo bastante menos que la mayoría. He demostrado que mis, relativamente razonables, objetivos a largo plazo suelen quedarse a medio camino entre lo inalcanzable y lo imposible. Así que, así transcurren estas calurosas noches de principios de verano: durmiendo mal, pensando mucho y queriéndome más bien poco.


El día que empecé a darme cuenta de que las pesadillas no se tienen sólo apoyado encima de una almohada sudada, o vomitando sangre, fue en este mismo vagón de Metro. Ahora no hay nadie, pero juraría que antes había una veintena de personas sentadas aquí. No estoy seguro porque estaba profundamente dormido cuando las cosas empezaron a ponerse…feas. Aquí, paradójicamente, descanso mejor que en mi cama.
Parece que hablo de algo remoto, pero esto sucedió hace unas pocas horas.
No sé si ahora el tiempo se mide en días, semanas, meses o puñeteros segundos. Todo es muy distinto. Más de lo que me gustaría reconocer. Supongo que los seres humanos nos adaptamos. O eso he leído estando borracho de cojones encima de una revista de esas que salen mujeres en pelotas y chistes de viejos. Sí, algo como “el ser humano está preparado biológica y psicológicamente para adaptarse al cambio” y mierdas de esas que se leen en las cajas de galletas chinas.


Seguramente el mismo tipejo que escribió esa gilipollez esté muerto. Espero por su bien, que así sea. No tendría que ver lo que he visto ahí arriba. Nadie debería de haberlo visto…pero, siempre he sido una persona que camina a contrapié, así que cuando todos salen de una fiesta en la que reparten condones, yo entro a comerme la basura. Y cuando llegan los funerales, siempre me sientan en los bancos de la primera fila.
Así soy. Quiero que os situéis bien y que conozcáis un poco a este gilipollas que está contando esta historia de locos. Si pudierais verme no os creeríais ni la mitad de lo que os digo. La ropa que llevo puesta no es la de un catedrático ni la de un puto abogado de corbata larga y picha corta. Así que si sois de los que juzgáis a las personas por su aspecto, podéis ir ya cerrando este libro e iros al infierno. Allá vosotros.
Los que os quedéis, espero que no os moleste el olor de esta botella de bourbon del malo. La he mezclado con más alcohol para ver si me muero de una jodida vez. Y he llegado a la conclusión de que con la que hay montada allá arriba, no me matará ni el matarratas.
Como os he dicho ya, siempre me colocan en la primera fila de los funerales. Así que allá vosotros, ¿de acuerdo? Bien, reconozco que llevo un pedal de puta madre, así que intentaré no hablar más de lo necesario o acabaré llorando en vuestro hombro maldiciendo a mi exmujer y a los discos de Eros Ramazzotti.
Cuando veáis que me desvío del tema, avisadme o no me daré ni cuenta. Cuando estoy así suelo hablar mucho y mezclo cosas. No soy un escritor ni tampoco soy un profesional de las letras.
Bien, allá voy...

Esta mañana me había levantado de la cama como de costumbre: roto, con una resaca de mil demonios y confuso. Muy confuso, en realidad. Había salido ayer del trabajo con los que llamo “el Equipo B” (una suerte de compañeros de lo más variopinto: un soltero empedernido, un adicto a los divorcios y dos o tres tíos de su padre y de su madre. No teníamos nada en común excepto la pasión por las juergas). Creo que eran más o menos las ocho cuando cruzamos la puerta de nuestro trabajo rumbo al pub de abajo. El-de-los-soportales le llamábamos porque lo habían  abierto en los bajos del complejo de oficinas.

De anoche, ¿qué decir? Me acuerdo de más bien poco. Sólo que se nos fue de las manos todo en algún momento más allá de las dos de la mañana. O de las tres. Por las magulladuras en los nudillos, deduje que habría sido una caída fortuita o vete a saber qué. Cuando uno está en estado de embriaguez pueden ser muchas cosas o ninguna.
No me acuerdo ni de cómo abrí la puerta anoche, voy a acordarme de eso…

- La memoria de un alcohólico es caprichosa, Raúl – me había dicho ese capullo de los diez diplomas en la pared. Hace mucho que no sé nada de ese idiota…creo que desde que me separé. O algo antes, tampoco me acuerdo de eso ni me importa. Me sentaba, hablaba yo, y él sostenía una libreta. Podría haber estado anotando lo que le decía o simplemente, haciendo la lista de la compra. Pero de vez en cuando, la puñetera Ley de la Probabilidad estaba de su parte y me soltaba lo que llamaba “perlitas de sabiduría espontánea”.
En eso había acertado. La memoria de alguien que bebe más que la media, es caprichosa, ¡joder si lo es! Me acordaba de la talla del sujetador de esas dos con las que me lo monté abajo en el portal. Incluso cuál de las dos era mejor haciendo una buena mamada. Pero no recordaba cómo metí la llave en la cerradura. Ni cómo (las luces del rellano se habían ido fundiendo. Primero una. Luego dos. Y desde hacía una semana, las tres. Nadie había dado parte al presidente de la comunidad…porque ese “nadie” era un borracho que vivía sólo en el quinto). Así que…o  la misma ley de la probabilidad estuvo de mi parte anoche, como lo estuvo aquel día en la consulta con el empollón de los diplomas, o alguien me abrió la puerta. No lo creía.
Aun así, aspiré el olor de la almohada en busca de alguna fragancia femenina. Tampoco había ninguna prenda olvidada ni en la habitación, ni en el baño (ya tenía una colección de media docena de bragas y tres calcetines sin pareja). No solía invitar a nadie a subir desde hacía meses. Pero como he dicho, cuando uno lleva un pedo importante, es  capaz de alistarse a la guerra en Ukrania. O de pedirle un canuto a un poli.
Después de dar varias vueltas por toda la casa (la cabeza me estallaba y suplicaba que los efectos del paracetamol y del zumo de tomate me hicieran efecto pronto, joder), llegué a la conclusión de que ni había ido a Kiev a pegar tiros, ni a pedirle uno a un madero.

La respuesta definitiva a todas mis preguntas no llegó hasta después del desayuno. Concretamente, cuando bajé a la calle. Y no, la jodida Ley de la Probabilidad no estaba de mi parte. Como más tarde comprobaría…




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