miércoles, noviembre 20, 2013

RELATO: "El Camionero y el Muerto"

EL CAMIONERO Y EL MUERTO:
Todo estaba anegado por el agua en los jardines de las casas bajas de las afueras de la ciudad. Riadas de barro arrastraban trozos de madera, neumáticos, bicicletas, enormes trozos de plástico, papeles y un montón de desperdicios más. El paisaje era apocalíptico. A cada fogonazo intermitente de los rayos de la tormenta, se podía ver la materialización del caos.
Mucha gente había muerto ahogada, aplastada o en uno de los múltiples accidentes de tráfico que se habían producido en las carreteras por el afán de llegar a toda costa al engañoso refugio de una ciudad arrasada. Los animales no eran los únicos a los que los truenos y la electricidad habían provocado pánico y ansiedad.
En una de esas carreteras, se había producido un accidente múltiple entre un camión y tres coches.
A través de  los amasijos de hierros y cristales rotos, se podían ver los efectos devastadores del accidente. Eran auténticos sepulcros de cuatro ruedas. En la tragedia habían fallecido dos familias, una persona que viajaba sola y el conductor del camión estaba gravemente herido. 
El camión había volcado y parte de la cabina reposaba sobre uno de los coches como si fuese un enorme animal echando una siesta eterna. Los enganches de la cuba que transportaba, se habían soltado, y ésta había sido lanzada por la pendiente de la cuneta arrancando varios árboles de pequeño tamaño. 
Era un camión cisterna. El combustible que llevaba la enorme cuba era para proveer a la gasolinera que estaba a algo más de cinco kilómetros, en la otra carretera de salida de la ciudad. 
Gran parte de la gasolina, se había derramado, mezclándose con el agua de la lluvia y tiñendo las improvisadas lagunas de un color indefinido. 
-        ¡Por favor, ayúdenme! – la voz lastimera provenía de la destrozada cabina del camión. El conductor estaba suspendido en el aire sujetado por uno de sus hombros en una extraña posición que recordaba a un títere movido por unos hilos – ¡Por favooor! ¿Hay alguien que pueda oírme? 
En un desesperado intento por desasirse del cinturón, cometió uno de los dos últimos errores de su vida. Con una de sus piernas, se impulsó desde la puerta, consiguiendo que a causa del balanceo, la cabina se moviese. Deslizándose sobre su punto de apoyo: el capó de un Opel Frontera hecho añicos. Ese movimiento hizo que el habitáculo girase cuarenta y cinco grados sobre su eje. El golpe del hombro que tenía libre contra el volante, fue suficiente para causarle una dolorosa luxación. El dolor le dejó inconsciente varios minutos. 
Cuando recobró la consciencia, notó un dolor sordo en la zona de alrededor de la clavícula. Tenía la boca seca. No se acordaba si había vomitado, pero sentía el estómago como un volcán después de una erupción. Su nublada vista le permitió ver algo que se movía cerca de uno de los faros encendidos del Audi A4 estacionado entre los dos carriles. No sabía si estaba soñando o si estaba despierto viendo al chico. Caminaba como un robot arrastrando los pies sin desviar la mirada del frente. 
Gritó de nuevo animado por la posibilidad de obtener ayuda. En vez de un grito, soltó un graznido lo suficientemente potente como para hacer que la mirada perdida del chaval se clavase un momento en la persona que estaba colgando de la cabina de un camión. Pero, para su desgracia, al parecer el chico no tenía tiempo para ofrecer ayuda y siguió caminando desplazando el agua de los charcos al arrastrar sus piernas. 
-        ¡Chico! ¡Eh, chico! – el chillido agudo del camionero se elevó por encima del sonido de la lluvia y del viento. Un frío que venía de dentro le estremeció. Había algo en ese joven muy extraño. Pero no tenía tiempo para pensar en ello, necesitaba salir de allí o moriría ahogado: el nivel del agua estaba subiendo en el embalse que formaba parte del camión y dos coches volcados. Ya le estaba llegando a la altura de uno de los brazos. 
El otro de los errores que cometió en los últimos minutos de su vida, fue llamar la atención de “lo” que se había convertido Simón: el que podía ver las “zonas más oscuras” de las personas. 
Unos ojos blancos se dirigieron hacia el camionero. Brillaban como dos lámparas de neón. Dos monedas de luz que veían en el interior de uno: lo malo, lo más negro del alma, las maldades hechas y las que se iban a hacer. El filo del machete del alma que podía cortar o despedazar a otro ser humano. O la punta de un sucio estilete que se clavaba en el corazón del otro, regodeándose en cada milímetro de carne perforada. 
Esos ojos podían ver el escondite donde se guarece la maldad de la persona. Las “zonas más oscuras”. Y Simón, encontró el escondite del camionero. 
Un escondite lleno de botellas de alcohol, puñetazos en una cara de mujer, niños que se hacían pis en la cama y sangre derramada sobre unas sábanas amarillas. El escondite de un alcohólico maltratador que pegaba a su familia con la misma violencia de los gritos de socorro que profería ahora. 
Girándose sobre sus talones, moviendo la corriente de agua que le llegaba ya por las rodillas, Simón, se acercó a grandes zancadas al camión acostado sobre los coches. A medida que se acercaba, un fuerte olor a tierra, llegó a las fosas nasales del conductor. Era un olor que producía tanto miedo como el extraño resplandor de los ojos, pero que tenía algo de hipnótico. Era el aroma de la sumisión. A eso olía cuando te dejabas atrapar por algo que sabías que era inevitable. 
Cuando llegó a la altura de la cabina recostada, se paró de repente debajo de uno de los pies suspendidos en el aire y con un rápido movimiento de manos, se asió a una de las pantorrillas y tiró. Lo hizo con tanta fuerza, que los hierros quejumbrosos de los vehículos chirriaron sonoramente. Al cabo de unos segundos, el cuerpo desmembrado del conductor flotaba en el inundado estanque-cementerio de coches. Unos finos hilos de sangre se introducían en las ventanillas abiertas de los coches formando unas bailarinas espirales rojizas. 
Unos ojos brillantes fueron perdiendo el fulgor, a medida que el alma muerta del camionero abandonaba su cuerpo. 
El agua ya le llegaba a la altura de la barbilla a Simón, pero no pareció importarle. Giró la cabeza de nuevo en dirección al suroeste, el punto cardinal del propietario de una casa con sótano y cadáveres enterrados en unos jardines que debían de estar anegados ya. 
Percibía que el “oscuro conductor” seguía vivo. Y aspiraba su miedo. Porque sabía que ya le había visto y que estaba seguro que se imaginaba lo que iba a hacer con él. Sólo faltaban unos kilómetros para llegar a la casa. Caminar bajo el agua en algunos tramos no iba a suponer ningún problema.

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