martes, febrero 16, 2016

Caza Humana

El reflejo de la luna en el agua me saca del letargo.
El arroyo susurra palabras que denotan peligro. Un negro y plata que late en mis ojos al ritmo de los latidos de un corazón a punto de estallar. Llevo corriendo más de una hora, y a pesar de ello están pisándome los talones. No sé cómo, pero no consigo quitármelos de encima.

De nada me vale caminar por entre las rocas para evitar dejar mis huellas. De poco me vale nadar. De menos, me vale saltar por encima de los densos matorrales. Es inútil.
Empiezo a pensar que huyo de las sombras de miles de días de sol, de cientos de noches sin luna y de docenas de días sin noches para esconderme.
La esperanza de conseguir despistarles para siempre se desvanece. Esta oscura noche de árboles secos, de arroyos que sisean y de matorrales que te delatan, no me va a ser de gran ayuda.
Una tos seca. El crujir de muchas ramas. El ladrido de un hombre.

¿Cuántos son? ¿Cómo empezó todo? ¿Por qué me hostigan como a un animal rabioso?
El efecto de las drogas que me han inyectado es un velo que oculta las respuestas. A medida que el frío de la noche me espabila, puedo ver meras siluetas con formas de respuesta. Son negras y con negras intenciones. Puedo apostar mis doloridos pies a que si logran darme caza, me llevarán con ellos detrás de ese velo y todas las respuestas se convertirán en un laberinto de interrogaciones. Nunca podría salir de allí. Me perdería para siempre.

Ahora, mientras corro, mientras mi cuerpo empapado de sudor y agua languidece...y mis piernas fallan, veo caras. Caras que no son humanas. Escrutan dentro de mi alma para intentar saber quién soy yo en realidad. Quién se esconde dentro de ochenta kilos de hueso, carne y alma. Y lo ven. Me ven.

Cristales rotos. Luces asépticas. Blancas batas y negras gafas. Jeringuillas, armarios, estantes, una habitación y una puerta de metal. Malas personas con curiosos motivos. Inquisidoras miradas de lúgubres ojos. Y luego todo se difumina para verme a mí. Yo, desnudo, arañándome los muslos con las espinas de las plantas, resbalándome una y otra vez, cayéndome de espaldas, perdiendo el equilibrio, levantándome, mirando cómo el sol se esconde y la luna acecha en las montañas.
Más cerca. Ya casi están aquí. Oigo voces en un idioma que no conozco. Me puedo imaginar lo que dicen pero no quiero saberlo. Sigo corriendo.

Hace mucho frío. Lo puedo sentir en todo mi cuerpo. Mordiscos de gelidez y dentelladas de aire helado que agarrotan cada uno de mis cansados músculos. Pero sigo. Ni puedo, ni debo desfallecer.
Cuando logre salir del valle, estaré salvado. Allí no pueden llegar.
Sé que hay una frontera invisible que nunca podrán traspasar. Y ese límite está cerca de donde ahora me encuentro. La montaña sin árboles.

El sentimiento de que la salvación está cerca, de que el frío no existe, de que un fuego me espera para templar mi húmedo cuerpo y de que, más allá de este tenebroso valle de gente sucia, hay un refugio...me hace correr más y más deprisa. Mi cuerpo ya no puede más, pero mi mente es la que corre. Me está llevando más y más lejos de allí.

No abro los ojos. No me hace falta. Sé el camino de memoria. Como si lo hubiese recorrido muchas veces antes.
Ahora oigo la estática de una radio. Me están llamando a gritos pero les ignoro. Enfoco todas mis energías en llegar a “la montaña sin árboles”. Con los párpados apretados la veo. La estoy viendo. Cada vez más cerca.  
El río del camino de piedras. Zancada a zancada, lo cruzo. La corriente es peligrosa. Si resbalase en este preciso momento, sé adónde me llevaría. A esa habitación de luces blancas y puertas de metal.
Una piedra, dos, tres...mentalmente las voy contado. Sé que son doce. Seis, siete, ocho...
Noto el roce de una mano en mi cadera. El áspero tacto de un guante de plástico frío.
...nueve, diez, once...
La mano se cierra. No es una mano. Es algo más firme. Casi es como una...y doce!!
Al pisar la orilla, un desnudo pie que me lleva a la salvación...abro, por fin los ojos y una luz cegadora no me deja ver nada. Siluetas. Huelo productos químicos. Batas blancas, gafas negras y esa puerta. Otra vez. Mi vista se va acostumbrando. Un espejo. Estoy tumbado en una camilla atado con correas de cuero duro.


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