jueves, septiembre 20, 2012

Parte 6: “Los planes a veces no salen bien”


Seguía lloviendo. La lluvia estaba arreciando en esa oscura noche. Seguir a la chica entre los paraguas se fue haciendo más y más complicado a medida que se acercaba a los callejones estrechos de su barrio. 

En el barrio madrileño de Prosperidad las calles iban haciéndose más y más estrechas a medida que te alejabas de la calle de López de Hoyos. Eran colas saliendo de una serpiente de mayor tamaño. 
Desde arriba se veía un mosaico de luces de coches, rótulos luminosos y las telas de colores de los paraguas. El viento esporádicamente movía las hojas de los árboles y entre los cláxones de los coches, gritos de sorpresa o el motor de alguna motocicleta, se podía escuchar el ulular del viento en los aleros de alguno de los tejados. 

Servando observaba. El cabello largo de la chica se asomaba de vez en cuando entre las espaldas de los viandantes. Era una chica alta y muy guapa. Se parecía un poco a Romina. Sí, esos ojos grandes y esas largas piernas…pero Romina había muerto hace ya tres años cerca de Nicosia. Ella y su hijo no nato. 

Sí, uno de los fallos del plan era que esa chica se parecía mucho a Romina. Y a él no le habían hecho lo mismo que a esos seres reciclados con los que estaban experimentando en un hospital escondido. Aún sentía. Aún tenía recuerdos del pasado. De su pasado. Podía soñar, amar, odiar, matar y crear. 
Les maldijo por ello. Eran unos bastardos al exigirle lo mismo que a unas criaturas sin ningún tipo de pasión o sentimiento. Le habían pedido matar a Romina. Y no estaba seguro de poder hacerlo. 

Caminando entre una nube de paraguas, empujando a la gente y parando por dos veces en un paso de peatones, la vio detenerse a hablar con una señora mayor. Aprovechó para mirar su teléfono móvil. Sí, joder, estaba nervioso. ¿Cómo no lo iba a estar? Era su primera misión y no podía fallar. 
Las palabras amenazadoras de Vicar sonaron de nuevo en su cabeza. Sabía perfectamente que esa víbora cumpliría con lo que había dicho. Y sentiría mucho placer al hacerlo. Le conocía bien y por eso estaba asustado. 

Cuando Isabella/Romina dejó de hablar con la señora, se dirigió a un edificio nuevo cercano a un parque aledaño a Príncipe de Vergara. Se paró a observar cómo metía la llave en la puerta del portal. Vivía en el ático. 

Las instrucciones las había repasado una docena de veces. Sabía dónde escondía el dinero, el cajón de sus bragas, cuántas veces practicaba el sexo a la semana y en qué tiendas hacía la compra. Tallas de ropa, marcas favoritas, hábitos, música, vicios, defectos, virtudes, marcas de nacimiento, colores… 
Incluso sabía que esa señora con la que había estado hablando era una antigua amiga de su madre. Una tal Virginia. Viuda. Tres hijos desempleados. Iba a misa de tarde todos los días a la parroquia de la calle Clara del Rey. 
No podía haber imprevistos. Si la agencia quería que fuese invisible, debía de conocer todas las piezas del tablero y cómo interactuaban entre sí. 

Cuando ella entró en el portal, se relajó. Mentalmente repasó todas las anotaciones que había ido confeccionando en su cerebro: ella iría ahora a su habitación. Antes de cambiarse de ropa, se prepararía un té Roibo con esencia de fresas, vería unos cinco o diez minutos las noticias en la televisión por cable. Luego se desvestiría y se daría un baño de sales de baño. Podía oler el dulzor picante de la espuma. 

El ser humano es una de las especies más previsibles del planeta. No es que viva con la rutina, sino que vive de ella. Sonrió con una mueca extraña. Las gotas de lluvia seguían cayéndole por toda la cara como perlas de sudor frío. 
El fuerte viento le despeinaba su descuidado cabello castaño y los mojados mechones de su flequillo se le pegaban a la frente y orejas. 

Allí, de pie, en la acera de enfrente al edificio, observando, casi escrutando cómo se encendía la luz del piso más alto, tenía el aspecto de un animal. Un depredador tenso oliendo la sangre a través del espacio y del tiempo. 
Una pareja que pasó a su lado le miró. Él les devolvió la mirada y comenzaron a caminar más deprisa bajo un paraguas rojo. 

Volvía a estar varios años atrás. Estaba en el año dos mil tres. En una barrio del centro de la capital chipriota. Desde la puerta de su casa podía ver a un grupo de niños jugando con un balón de futbol. La risa de uno de ellos era particularmente aguda pero no molesta. 
Sentado en su hamaca leía relajadamente un libro. No se acordaba del título. Algo de unos niños perdidos en una isla que juegan a rivalizar por el poder. 
Se acordó que levantó la vista de las pastas y se fijó en aquellos chicos. Podrían haber salido del libro y haber cambiado aquella concha que emitía un sonido intimidante por un balón de cuero mal cosido. Sí, perfectamente. 

Uno de ellos llevaba una camisa roja. Del color del paraguas que vería años después en una calle lluviosa de Madrid antes de cometer un asesinato. 
Esa tarde Romina aún seguía con vida. No había cogido prestado su coche para ir a comprar, ni siquiera era consciente de que había que comprar. No, aún no. 

Intentó recordar dónde estaba en ese preciso momento en el que leía distraídamente…”El Señor de las Moscas”. Sí. Ese era el título. La portada llegó a su cerebro, pero no conseguí recordar… ¿dónde estabas, Romina? 
A ese momento le siguieron varios. Una llamada anónima. Confusión. Una carrera hasta una parada de taxis. La sala de urgencias de un hospital. El doctor de la calva brillante y la perilla canosa. Gente corriendo. Una bata con sangre. 

Una iglesia sin gente. Un funeral solitario. Y, por fin, solo en su habitación. 
No derramó ni una lágrima por ella. No podía llorar, joder. Tenía, debía de llorar por ella en señal de duelo…pero su alma se había quedado dormida. Una pesadilla que había dejado congelada su capacidad para sentir. 
Nunca más volvería a llorar más. Esa parte de él había muerto con ella en un accidente de tráfico. 
Sí, todo eso lo recordaba. Cada detalle. Colores, sabores, olores y sensaciones agarrotadas…pero no sabía dónde estaba Romina mientras él leía un libro de Goldwin.
-        Sé que estabas en casa de alguien. Una amiga. Tu madre o tu hermana. O quizás en clases de Pilates. También sé, que pasaste por delante de mí casi a la vez de acabar de leer. Me estaba quedando dormido y por eso fuiste sola. La última vez que te ví…casi te soñé, Romina – estaba hablando en voz alta a una calzada cada vez menos saturada de coches. Ya eran cerca de las once y media y la gente estaba viendo la televisión, dándose baños de espuma o acostando a sus hijos. 

La luz del último piso se apagó.

Ahora llovía con más intensidad. Estaba calado hasta los mismísimos huesos, pero no le importó lo más mínimo. Tarde o temprano se podría secar. Lo que nunca podría limpiarse o secarse del alma era aquello que iba a pasar dentro de pocos minutos. Algo que pasaría muy rápido y que perduraría por muchos años dentro de su cabeza y en sus sueños más irreales y angustiosos. Sueños manchados de rojo, cabello y perlas rodando por un suelo de parquet.

El agua que había empapado su ropa nunca sería capaz de borrar las manchas de sangre y de culpa. Y miró al cielo esperando una señal. Algo que le confirmase que lo que haría con lo que tenía ahora entre sus manos alguna vez sería perdonado. Pero no vio nada excepto las gotas cayendo de una gran ducha natural investida de negrura.

Cuando consiguió por fin abrir la cerradura del portal, lloró. Después de muchos años, lloró. Por él, por Romina, por la muerte de su alma, por el miedo, por la muerte…pero sobre todo por el trago que sería pasar de nuevo por la muerte de un falso amor disfrazado de mujer.
Cruzó la puerta del amplio vestíbulo de mármol, maderas cromadas y falsos paneles de madera. Dentro, el mostrador donde se sentaba el antiguo conserje, estaba vacío. 

El cartel que estaba en la pared de atrás decía que buscaban una persona “discreta”, “con disponibilidad horaria” y “con ganas de trabajar”.
Servando pensó en que tendría que haber visto esa oferta antes. Y sonrió nerviosamente para sí. Cumplía con los requisitos requeridos con creces.

No había nadie más. Ni ninguna de las luces de los tres ascensores se encendió. Sólo silencio y el parpadeo de una de las bombillas adyacentes a la escalera. Se sacó un objeto metálico de la chaqueta tres cuartos y una especie de saco pequeño con un cordel. Todo estaba mojado y un charco de agua sucia se formó alrededor de sus zapatos. 

Notaba sequedad en la boca mezclada con un sabor ligeramente dulzón. El sabor de los nervios se dijo. Le pasaba a menudo. Debía de tener el estómago machacado, pero en su caso, no tenía ni tiempo ni ganas de tener un diagnóstico exacto de ello. Le importaba una mierda todo. Incluido él.

Cuando las puertas de uno de los ascensores se abrieron, volvió a hacerse las preguntas. Todos los días esos interrogantes se enroscaban a su cuerpo atenazándole como boas constrictor asfixiando a un conejo aterrorizado.

¿Por qué se había metido en esto? ¿Cuándo empezó todo? ¿Sabría salir? ¿Podría? No sabía nada. Menos en esos momentos previos a…
Cerró los ojos. Miles de estrellitas bailaron dentro de sus párpados a la vez que subía y subía rumbo a un terreno extraño. A una zona desconocida para él. A algo que le cambiaría de dentro a fuera…
Las puertas se abrieron. El botón del panel electrónico estaba luciendo. La “A” de azotea. Y salió a la oscuridad del rellano.

Mientras se cerraban de nuevo las puertas del ascensor, un brillo de un metal se reflejó fugazmente en uno de los cuadros de las paredes.

La función iba a empezar.

EXTRACTO NOVELA "EN BLANCO" por JAVIER ADDALI ÁLVAREZ 2012

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