domingo, septiembre 23, 2012

“Un día con Jorge” (NOVELA "En Blanco")


-      - Señor Hurtado, ¿me está escuchando? – la voz del conserje tenía un punto entre ansiosa y preocupada.

-      - Sí, perdóneme Antonio, estaba metido en mis cosas. A estas horas necesito un par de cafés (y algo más, pensó para sí) para conseguir despertarme – eran las siete en punto de la mañana y los coches seguían entrando por la rampa del garaje. Antonio llevaba trabajando de conserje en esa mierda de cubículo desde que él apenas era un encargado de marketing.

-    -   Sólo le decía que no olvide, por favor, cerrar bien las puertas de su vehículo. Últimamente pasan cosas muy extrañas en este garaje. Ya me entiende.

Tenía que llegar antes a su despacho para hacer un par de llamadas y meterse para el cuerpo lo que llamaba “el cóctel de desayunar”: unas cuantas pastillas de las que te hacían ver la vida con otro color.
Desde que había pasado lo de Isabella, se había aficionado a evadirse un poco. Quería hacer uno de esos viajes relámpago de los que le hacían ir de vez en cuando a Nuca Jamás, Mordor o el puto Narnia de los cojones. Aunque, pensándolo bien, … Jorge, no pienses. Necesitas ese puto cóctel. ¿Acaso sabes pensar por ti mismo?

Subiendo las escaleras como hacía todos los días como ejercicio matinal, se fue olvidando del tema peldaño a peldaño mientras las endorfinas hacían el resto. Sólo se encontró con la señora de la limpieza en la segunda planta a la que dirigió el mismo y efusivo saludo de buenos días.

Al llegar a la quinta planta, se puso la chaqueta del traje de nuevo, se atusó el pelo y se ajustó la corbata. Se miró por enésima vez en el espejo del pasillo y entró como un cohete en su despacho sin reparar en la persona que estaba sentada en el recibidor junto a Lourdes, su secretaria.

Dos minutos más tarde, alguien llamó a su puerta. Un hombre de unos cuarenta y pico años, alto y de complexión fuerte, entró. Por la forma de caminar parecía ser una persona muy decidida y segura de sí misma. Los rasgos angulosos de su cara y los ojos penetrantes hacían de él alguien intimidante a la vez que daba una sensación de tranquilidad.

-      Buenos días, señor Hurtado. Mi nombre es Antonio Llamazares, soy inspector de policía de la brigada de homicidios. Perdone la intromisión más dada la hora que es, sé que es una persona muy ocupada – sus ojos decían lo contrario “vengo a preguntarle sí o sí. Si le molesto, me importa una mierda, así que haga lo que le ordeno si no quiere que le meta un puro”.

-      No le voy a engañar. Me sorprende que venga a verme la policía, máxime cuando soy una persona a la que ni siquiera le han puesto una multa en la vida – sonrió para intentar aparentar calma. “Joder, sabe lo de la Casa de Campo. Sabía que al final todo se descubriría”.

Le invitó a sentarse. Por el giro de la conversación, enseguida supo que no tenía absolutamente nada que ver con aquél desgraciado “accidente”. El inspector sólo preguntaba por uno de sus ex empleados. Un hombre, al parecer maltés o chipriota apellidado Tiranidis. No sabía quién era pero se comprometía a mostrarle todos los ficheros de antiguos empleados. Le dio una tarjeta y el inspector se despidió desenfadadamente diciéndole que ya le llamaría y algo que no le gustó nada:

“Quizás sepamos qué pasó o qué dejó de pasar en este caso, señor Ordóñez. Pero todo al final, tarde o temprano termina descubriéndose. Parques, infidelidades o accidentes son muy comunes en mi trabajo…y al final, cuando levantas la piedra equivocada, siempre sale un escorpión. Y suele picar a la persona más inesperada. Que tenga un buen día”.

Cuando salió por la puerta, Jorge se quedó mirando pensativamente unos minutos por el ventanal que daba a una de las avenidas más importantes de Madrid. Desde allí se veían grupos de hormigas cruzando microscópicos pasos de peatones mientras vehículos de juguete daban vueltas y más vueltas a rotondas sacadas de una maqueta.

¿Qué sabía exactamente el inspector? ¿Por qué había hablado de parques? ¿Había dicho infidelidades? Sí, lo había dicho. Y además, esa mirada…le estaba analizando como un médico observa una radiografía. Había algo en ese hombre que le inquietaba. Mucho.

Jorge trataba con miles de personas a lo largo del año. Gente de todas las nacionalidades y características: hombres y mujeres inteligentes, estúpidas, engreídas, humildes, vividoras, soñadoras, pragmáticas o todo ello a la vez.
Tener el puesto que tenía en Motreco, le obligaba a ejercer de relaciones públicas de lujo. Se podría decir que tenía un máster en sociología. Antes de pronunciar una sola sílaba, ya sabía qué o quién era su interlocutor.

Pero, ese hombre…Llamazares…estaba hecho de una pasta que él jamás había visto antes. Era especial. Y eso para él no era nada bueno. Las personas imprevisibles le ponían muy nervioso. No podía adelantarse a sus movimientos como hacía con todos los que le rodeaban.

Se estaba acercando la hora de la reunión y aún no había desayunado. Abrió la puerta del baño que tenía en su despacho y sacó dos frascos de uno de los cajones que había debajo del lavabo. Se metió dos pastillas de cada en la boca y acercó la boca al grifo. El agua estaba muy fría. Pero no le importó. En unos instantes estaría volando por encima de los coches de juguete, las hormigas andantes y las calles en miniatura. Volaría tan alto, que mientras su cuerpo hablase gesticulando delante de unos directivos sentados en asientos de cuero…su alma estaría suspendida por Madrid visitando amantes desconocidas, tomando un buen coñac en su cabaña de La Granja de San Ildefonso y templando su cuerpo en una sauna.


Se miró en el espejo. Unas arrugas se asomaban a sus ojos. Le hacían parecer mayor. El corrector anti ojeras que se había aplicado esa mañana no había dado resultado.


¿Cuántas horas estaba durmiendo al día en las últimas semanas? ¿Cuatro horas? ¿Tres? Sí, debían de ser más tres que cuatro.
Luego estaban esas punzadas. Tenía el cuerpo dolorido. Pero no por las horas que dedicaba a hacer gimnasia o salir a correr. Era un dolor…como si le hubiesen dado una paliza. Podía sentir los golpes en la espalda, muslos y abdomen. No recordaba haberse caído y mucho menos peleado. Pero el dolor era real.


Apoyó los codos en el lavabo y se sujetó la cabeza con ambas manos masajeándose las sienes. Sí, unos minutos más y el sueño, el dolor y la angustia desaparecerían. La luz aséptica de las bombillas del espejo estaba empezando a parecerse a un arco iris.

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