domingo, marzo 06, 2016

"El rebaño, los Cerdos y los Diamantes"

Érase una vez una piara de cerdos a los que les gustaban los diamantes. No de cualquier clase, sino los más caros.
Poco a poco, a esa piara se fueron uniendo más y más cerdos. Unos eran gordos y otros estaban en ello.
La piara estaba en lo alto de una colina desde la que se divisaba todo el valle. En el valle trabajábamos nosotros, los miembros del rebaño.

Desde el valle sólo se podían ver dos cosas: la mina de diamantes y los árboles que tapaban estratégicamente la cima de la colina. No era casualidad. A los cerdos, aparte de los diamantes, sólo había una cosa que les gustaba más: esconderse. No les gustaba ser vistos.

La mina de diamantes estaba ubicada en la parte más peligrosa del valle, entre dos grandes riscos llenos de maleza. El río incomunicaba la mina con la zona del rebaño y sólo era posible cruzarlo a nado. En el río morían todos los días muchos miembros del rebaño, pero el miedo a los gritos de la montaña eran mayores al riesgo de morir ahogado.
Todas las noches, de entre la arboleda de la colina se oían risas, vítores e incluso música. El rebaño pernoctaba inquieto, durmiendo unos junto a los otros, hacinados, dando gracias a la misericordia de los seres que vivían entre los árboles por dejarles vivir un nuevo día.

Todas las semanas, dos miembros jóvenes, subían a la arboleda a llevar las cestas de diamantes. Los días de sol, el brillo que se reflejaba en sus aristas era insoportable y varios miembros, volvían al valle ciegos. Se empezó a hacer correr el rumor de que la arboleda, como castigo a su holgazanería, castigaba al rebaño con la ceguera...así que seguían recogiendo más y más diamantes, con más ahínco, arriesgándose más, muriendo con más frecuencia.

Si se miraba todo el valle desde lo alto, se podía observar dos manchas oscuras: la de la cima era más grande y la del valle, con el devenir del tiempo, se iba haciendo más y más pequeña.
La población de los cerdos medraba y la del rebaño se veía diezmada por el miedo y por el riesgo que corrían. Eran cada vez menos para sostener a más.

Un día, a punto de extinguirse por completo la población del rebaño, subieron a la cima dos miembros de mediana edad (los más jóvenes eran cada vez menos al correr más riesgos) y, por fin vieron un cerdo trotando entre los árboles. Le siguieron. Y observaron. Una miríada de cerdos bailaban y gruñían alrededor de cientos de cestas de diamantes al son de una música perversa. Se empujaban los unos a los otros hasta que alguno moría quemado en una de las hogueras.
Y por fin, despertaron. Habían arriesgado sus vidas para deleitar a esos seres nauseabundos, falsos y malévolos. Así que acudieron raudos a contárselo al resto del rebaño.
Nadie les creyó. Los más viejos les decían que las cosas eran así, que habían nacido para ello y que cualquier cosa que pudiese cambiar era, simple y llanamente, imposible.
Y fueron muriendo, hasta que sólo quedó uno. El que escribe estas líneas con la esperanza de que si en vuestra sociedad, ocurre algo parecido, miréis bien detrás de los árboles. Que los diamantes cuestan vidas y a los cerdos no les importa. Tened cuidado con los cerdos en vuestras sociedades. Se esconden de diversas formas: con trajes y perfumes que no disimulan el hedor de sus almas podridas. Y que tengáis presente algo: esos cerdos los trajimos nosotros. Nadie se acuerda cuándo ni por qué, pero los fuimos subiendo al principio de los tiempos a la cima de la montaña y los vestimos con nuestra alma.
Los mismos que los trajimos, los podemos echar. Hacédlo antes de que sólo quede uno de vosotros que no sea capaz ni de escribir unas líneas.

Javier Addali Álvarez

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