miércoles, noviembre 23, 2011

"La Hojarasca (II)"


El trabajo era mi vía de escape así que pasaba muchas horas sumido en él. La novocaína que destruía el dolor con potentes cañonazos de introspección.

Llegué a ascender dos veces en poco tiempo en la Fiscalía del Estado. Por los pasillos, los rumores acerca de mi prometedora carrera eran constantes. La cima estaba cada vez más cerca y el abismo en el que se estaba convirtiendo mi matrimonio también.

Una cima decorada con guirnaldas de frustración personal y un abismo inundado de alcohol, tranquilizantes y drogas. El piso más bajo que lleva a la planta alta a través de una escalera de peldaños resbaladizos.
Esa era en lo que se había convertido mi vida...nuestra vida.

Cuando planeamos este viaje como remedio a nuestra “inestabilidad” pensé en un globo de helio sujetado por un fino hilo a la tierra. El viaje era el hilo que dirimiría si el globo estallaría en la estratosfera o se mantendría firme y sujeto. En otras palabras: era nuestra última oportunidad para salvar el matrimonio.
Estaba pensando en ello cuando me di cuenta de que Marie se había quedado dormida. Había sido un día muy largo. Llevábamos varias horas de viaje. Saqué un cigarrillo de la guantera y lo encendí. Era consciente de que algo extraño pasaba. No lo podía definir con claridad, pero algo no funcionaba.

Miré el reloj, eran las ocho pasadas y recordé la nota. Si no me equivocaba restaban algo más de dos horas para la...”profecía”.
...y fue cuando percibí que hacía mucho tiempo que no veía un coche por la carretera. Y a pesar de la hora, las luces de las casas de los pueblos por los que pasábamos estaban apagadas. Intenté acordarme si había visto alguna persona por las calles pero no pude.

- Estás paranoico, Paul –me dije- . Simplemente están en sus casas durmiendo. La gente en los pueblos se acuesta más temprano que la de las ciudades. Y los coches...
Lo de los coches era muy extraño. Estábamos en una carretera muy transitada los fines de semana. Y un Domingo solía haber mucha circulación en ambos sentidos. La casa del lago adonde nos dirigíamos era un lugar muy turístico. Una vía de escape al ritmo de las grandes urbes donde se podían pensar bien las cosas y respirar aire puro.

La casa la habíamos comprado con los ahorros de los primeros años. Era una casa de madera de roble de dos pisos. Estaba muy alejada del resto de los chalets y bungalows de Lake Town y podíamos presumir de tener el lago a cincuenta metros de la puerta del jardín. Nuestro Edén particular.
Si no hubiese estado absorto en mis pensamientos y divagaciones lo hubiese visto...y el destino podría haber cambiado radicalmente. Pero cada vez estoy más convencido de que estaba escrito así y que nada podía haber hecho para cambiar las cosas.

Cuando vi una sombra correr por el arcén izquierdo de la carretera en dirección al vehículo me sobresalté. Di un volantazo e invadí el carril contrario. Llegué a creer que la había evitado pero de repente impactó contra la luna delantera astillándola en un millón de fragmentos cristalinos. Grité y pisé a fondo el pedal del freno.
El coche giró sobre sí mismo y se salió de la carretera derrapando. Durante unos segundos las ruedas resbalaron sobre las ramas caídas de los árboles y el suelo embarrado...hasta que el tronco de un roble golpeó una de las puertas traseras y lo frenó.

- Marie, ¿estás bien? – no podía ver nada. El coche estaba sumido en la oscuridad de un sepulcro. Las luces del salpicadero estaban apagadas.
No hubo respuesta. Marie no había reaccionado al repentino accidente. Me acordé de que estaba dormida antes del inesperado suceso. Le puse una mano en el cuello para buscarle el pulso. Estaba inconsciente pero con vida.
Bajé del coche trastabillando e intenté correr en dirección a la carretera para ver qué era esa cosa contra la que había chocado. Hacía mucho frío y el viento agitaba las ramas de aquellos gigantes de madera. Me di cuenta enseguida de que estaba totalmente desorientado y de que no sabía a ciencia cierta si estaba andando en la dirección correcta, así que me di la vuelta y le di toda la prioridad al estado de mi mujer. Tarde o temprano me enteraría de qué había pasado...qué equivocado estaba.
Olía a humo. A pesar de haber apagado el motor me alarmé y desaté el cinturón de seguridad de Marie para sacarla del habitáculo. Le sujeté la cabeza con cuidado y la llevé en brazos hasta un camino de tierra que serpenteaba hasta la carretera( o eso creía, estaba completamente desorientado).
- Marie, te vas a poner bien. No dejaré que te pase nada- sentía los ojos húmedos. Las piernas me temblaban por el miedo y por el frío. Caminé un buen trecho antes de advertir que la carretera no estaba en esa dirección.
“¿La habré matado? Dios mío, creo que he matado a un hombre...y mi mujer está grave.¿Qué mierda ha pasado, qué mierda ha pasado?”
La nota.
“¿Tiene algo que ver? No puede estar ocurriendo esto...”
Empezaba a notar los brazos cansados. Pero no podía dejar de caminar. Si no encontraba pronto un hospital mi mujer moriría.

Miré al cielo y no vi ninguna estrella. Todo estaba oscuro. La negrura más absoluta que he visto en mi vida...en mi anterior vida quiero decir. Estaba andando sin ver, viendo sin percibir, percibiendo sin sentir. En ese instante no era consciente de que algo dentro de mi estaba naciendo. Desarrollándose inexorablemente y conduciéndome al lugar señalado de mi bautismo de tinieblas.
La inmolación de una vida. La expiación del pecado de un don desaprovechado.

Y allí estaba de pie en frente de un montón de hojas secas que cortaban el sendero. Los robles, encinas y arbustos formaban un círculo perfecto alrededor de aquél montón de hojas apiladas. El templo de la naturaleza que lucha contra la naturaleza.
Incluso la lluvia parecía respetar aquel sitio. No había barro dentro del circulo ni se sentía la humedad del bosque, ni siquiera el viento quería profanar ese templo natural.

Mist, mist, mist, mistmistmist.

Giré sobre mis talones e intenté averiguar de dónde procedía ese sonido. No era exactamente un sonido...era como...era como el sonido de la vida que nadie podía oír. El ruido de fondo que acompañaba a todos nuestros actos cotidianos pero que es camuflado por otra música más hipnótica. Ahora lo sé. Es una sensación extraña. Es como descubrir el material del que está compuesta la vida.
No tuve miedo en ese instante. Sabía que estábamos a salvo dentro del círculo.

Marie recobró de repente el conocimiento y se revolvió entre mis brazos.
- Paul...- susurró. El pelo revuelto le cubría el rostro- . Mira tus manos...ya no estás conmigo, ya eres uno de ellos.
- ¿Qué has dicho?- sin duda estaba delirando. Una inmensa piedad me embargó. Se estaba muriendo y no podía hacer nada para salvarla- .Marie, te pondrás bien.
Una lágrima cayó sobre su rostro y la posé suavemente sobre las hojas. Peiné sus cabellos y la cubrí con mi abrigo. Tenía la frente ardiendo.
- Mira tus manos...eres uno de ellos, uno de ellos- repitió.
- No puedo verme las manos, cariño.
- Tienes miedo de lo que eres y tus ojos no te dejan ver. Tienes que hacer lo que está escrito, Paul. Prométeme que lo harás- la urgencia de su voz me sobresaltó aún más.
- No te comprendo, Marie, pero haré lo que me pidas.
- Prométemelo, sólo prométemelo...- su voz era más débil. Mi cabeza daba vueltas. Me dolía todo el cuerpo, y lo que era más grave, mi sentido de la razón estaba cada vez más lejano. Creía que esa era la forma en la que uno se vuelve loco...los
circuitos del cerebro empezaban a sobrecargarse de kilowatios de sinrazón y la línea que separa la cordura de la locura se volvía borrosa.
- Lo prometo- estaba llorando y las palabras salieron ahogadas de mi garganta. Un frío helado recorrió mi espalda como un látigo de mil correas de crudo cuero. No supe entonces que fue la última frase que Marie oiría.

Se suele pensar que de este mundo te vas de la misma forma que viniste: solo. Naces solo, no necesitas que nadie más nazca contigo. Mueres solo...el mundo seguirá con su curso después de tu muerte: no necesita de ti. Pero cuando alguien muere, aunque no te des cuenta de ello, con esa persona muere una parte de ti que ya no volverá.

Aún me acuerdo de ella. De todo lo que hicimos juntos y de todo lo que me hubiese gustado hacer. Cuando Marie murió, recuerdo que la alarma de su reloj de pulsera comenzó a sonar. No hizo falta mirar la hora para saber que eran las diez y media de la noche en un triste claro de un bosque remoto. La luna apareció de repente detrás de las ramas sin hojas de un árbol de piel oscura. Unas ramas que parieron la luz de mil almas expectantes, unas perpetuas aristas irregulares con hambre de mi...
Lloré.
Por ella, por mí, por no volverme loco.

Y cuando cesaron mis lágrimas, un torbellino de aire sacudió violentamente el colchón de hojas donde Marie dejó su vida. Todo el círculo se llenó de hojas danzantes. Millones de hojas pardas revoloteando alrededor de Marie en un ritual fanático. Sabía que seguían una pauta. No las movía el viento sino que ellas eran las que guiaban el flujo del aire en una espiral ascendente.
Y a la luz de la luna, vi por fin mis manos. Garras de fuertes dedos. Y vi mis brazos de infinitos tendones cubiertos de sustancia quitinosa. Y grité. Un grito animal como el rugido de una manada de leones inundó el claro.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Entrada destacada

“Palo y zanahoria” VS. “Sobreprotección infantil”

Volvamos unos cuantos años atrás viajando por el tiempo. Justo a la época en la que estás jugando con tus compañeros de quinto de Educaci...