¿Cuánto tiempo había pasado?
Esa pregunta brincó en su cabeza como un
resorte cuando vio la foto de la chica.
Entre las cajas sucias del sótano
impregnadas de excrementos de rata había un pequeño baúl. En realidad era una
caja del tamaño de un disco duro de un ordenador, pero le gustaba llamarlo “el
baúl”. Se trataba de una prolongación de su cerebro. Allí guardaba la
parte material de sus pensamientos y maquinaciones. El escondite de unos
recuerdos oscuros como una mina cerrada a cal y canto.
El contenido del baúl era una amalgama de
trozos inconexos de momentos turbios: cabellos, fotos, recortes de periódico,
dientes y objetos personales. Todo ello robado de unas chicas que habían dejado
de existir por la gracia del propietario de esa caja.
- Unos… ¿diez años? ¿Doce
quizás? – se preguntó a sí mismo al ver la foto de una chica de la que había
olvidado el nombre. El recuerdo de la tapicería del coche, de los ojos de
pánico de ella y de aquella noche de luna llena hizo que sus negros ojos se
transformaran por unos segundos en los amarillentos ojos de un lobo.
El higrómetro del sótano señalaba un
índice de humedad muy alto. Iba a llover ahí fuera. Era ya noche cerrada en ese
momento. Las familiares luces de la farola de la acera empezaban a iluminar el
cuarto del fondo del sótano. El cuarto de las herramientas.
-
Hace tiempo que dejé el “negocio”-
murmuró. Pronunció la última palabra de la forma en la que se escupe algo
agrio. Pensó en los momentos que había pasado en el cuarto del fondo y distraídamente
apretó ambos puños con fuerza. Cuando los soltó, unas profundas marcas de unas
uñas negras y afiladas se quedaron marcadas en las palmas de unas ásperas
manos. Las teñía deformes por la artritis. “La puñetera enfermedad de la garra”,
así la llamaba. Si mirabas detenidamente sus afilados y curvos dedos, podías corroborar
sus palabras. Una por una.
-
Esa fue mi última chica. Ya no habría
podido traérmela al sótano. El dolor ya me estaba matando por aquel entonces –
suspiró resignado antes de sonreír como sonríen los lunáticos cuando les pones
la canción que te han pedido. Había matado dos pájaros de un tiro: a la chica y
al nene. Ese recuerdo fue tan nítido que levantó ambos brazos simulando sujetar
un viejo volante de cuero y se rió.
Cuando
apagó las luces del sótano, cerró bien la puerta con un enorme candado y subió
las escaleras de madera que daban al vestíbulo de la casa, pensó en algo. Habría
jurado que la chica de la foto tenía un aspecto más infantil la última vez que
la vio hace unos años. Sí, estaba seguro de ello. En aquel remoto tiempo de
recortes de periódico, estiletes y torturas…era una persona muy observadora.
Milimétrica. Y recordaba haber pensado para sí mismo que esa chica era una cría.
En
cambio, esa foto…¿no parecía tener al menos treinta años? ¿su vista le habría
engañado?
-
Te estás volviendo un viejo cagueta. La
luz del sótano y la foto de un periódico de hace doce años pueden hacer que las
cosas cambien. Joder, ¡tú has cambiado!
Pero
esa noche, antes de quedarse dormido. Mientras el sonido de un lejano trueno retumbaba
en las colinas más allá del valle, dentro del sueño, entremezclado con la
vigilia de un demente, estuvo seguro. La chica de la foto había envejecido. Y
se durmió.
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