Las fresas estaban demasiado azucaradas.
Con la nata hubiese sido suficiente para darles el toque dulce. Pero a algún
capullo se le ocurrió la triste idea de ahogarlas en toneladas de glucosa. De
estropearlas. Alguien se había encargado de estropearme una noche perfecta.
Mejor dicho: La Puñetera Noche Perfecta.
Levanté la vista de la copa llena de fresas y vi la cara de preocupación de Regina. De preocupada curiosidad. Unos inquisitivos ojos verdes me miraban con la misma expectación de alguien que espera una carta en el buzón y no se atreva a leerla cuando por fin llega.
Estiré el brazo por encima del postre
echado a perder, de las dos copas de vino casi vacías y le acaricié
tranquilizadoramente una mano. No pasaba nada. Mentí. Me acababa de acordar de
un tema de trabajo y estaba preocupado. Mentí otra vez. Esta vez, su mano
derecha recorrió el camino inverso a la mía y repitió el mismo gesto.
Tranquilo, ya verás cómo todo va a salir bien. Toda esa retahíla barata de
consoladoras palabras que una persona que habías conocido hacía tres días te
podía ofrecer.
Disimulé. Detrás de mi cara de falso
alivio, se escondía la rabia incontenible. Ese cerdo me las iba a pagar. Me
había estropeado la noche. Te quiero, Regina.
Mientras nos estábamos besando y mi mano
rodeaba una cintura que invitaba a evadirse entre sábanas suaves, sudor seco y
húmedo calor…seguía pensando en Larry. Así debía de llamarse el cocinero. Sí,
Larry. Todos los cocineros se llaman así: Larry, Harry o como quiera uno
bautizarles. Yo lo iba a hacer. Y en el bautizo no iba a haber ni invitados ni
padrinos…consistiría en un gran banquete. Cerré los ojos y me concentré en unos
carnosos labios que me besaban.
A la mañana siguiente, me sentía
físicamente cansado: había sido una noche larga. Contradictoria. De contrastes.
Perfume, tierra, sangre, azúcar, más azúcar y sales de baño. De esas típicas
noches que empiezas con un beso y terminas en un descampado con una pala
enterrando malos recuerdos. Cansado pero satisfecho.
En la oficina hacía demasiado calor. A
pesar de estar a mediados de febrero y con las dos ventanas de mi amplia
oficina abiertas, la temperatura era demasiado alta. No podían ser los
radiadores. Los había apagado. Ni el aparato de chorro de aire. Lo había
destrozado hacía más de un mes con una maza. Una de esas malas noches que a
veces se tienen.
Cuando se fue mi secretaria a almorzar,
ya estaba sin camisa. La corbata la había anudado a la estatua de mármol de
detrás de mi escritorio y mi ropa interior Calvin Klein asomándose
irreverentemente por encima de mi cinturón de Gucci. La chaqueta de mi traje
Armani estirada en la alfombra. Un auténtico barriobajero con más de seis millones
de euros en sus cuentas, tres chalets y media docena de vehículos de alta gama.
No sé cuántas pastillas debí de tomar,
pero a media tarde, cuando me llamó Regina, la confundí dos veces con mi madre.
Mi madre enterrada a más de mil kilómetros de allí y varios cientos de metros
debajo del piso quince de mi oficina. Si Regina se percató de mi confusión, lo
disimuló muy bien. Aunque debía de estar a esa hora por su tercer gin-tonic sin
hielo en Paulson´s. Según lo estipulado.
Empezaba a conocerla y eso me asustaba.
No me gustaba unirme a nadie. No me convenía a mí, ni le convenía al que se
encontraba con mi “Yo Bastardo”. Así me llamaba a mí mismo cuando me daba por
hacer cosas que nadie sería capaz de hacer ni con diez litros de vodka en el
cuerpo. Ese “Yo Bastardo”, salía muy a menudo de paseo sin avisar. Lo podía ver
a veces en mis ojos delante del sucio espejo de un bar de mala muerte. O en el
temblor de mis dedos al brindar con una top-model cocainómana en la barra de
una discoteca. No controlaba sus salidas ni sus…”manías”. Y cada vez salía más…
Diez kilómetros. Por el camino de tierra
del río, era un poco más de esa distancia. La camiseta de fibra antitranspirante
se pegaba a mi espalda en cada zancada. En la media hora larga que dedicaba a
correr todas las noches, pensaba. Era el único lapso de tiempo en el que era
yo. El hijo legítimo de mi madre muerta. La persona educada en las mejores
universidades, el chico responsable que prometía, el diseño perfecto de buen
ciudadano, vecino, profesional, marido,…era la mezcla de las mejores esencias
dentro de una probeta con traje y corbata. Una probeta rota y rajada por algo
que entró dentro de ella.
Empezó a resquebrajarse cuando maté a mi
padre. Apenas me acuerdo de ello. Sólo sé que de vez en cuando por las noches
veo retazos imposibles de unir en el techo de la habitación. El hilo se rompió
hace tiempo cuando el “Yo Bastardo” cogió unas tijeras de podar y se dedicó a
destrozar parte de mi vida en jirones irregulares. Jirones de ginebra,
pastillas, sangre y objetos afilados.
Estaba llegando al parque que estaba al
lado de mi casa. Mendigos durmiendo en los bancos. Tapados con periódicos de
noticias del pasado para gente sin futuro. A alguno ya le conocía de vista. Me
quedo con las caras. Una herencia de una memoria pasada, de un don transformado
en una maldición, de una cualidad convertida en arma. Donde los demás ven una
persona harapienta, de nariz desfigurada por el alcohol y cansados ojos
vidriosos…yo veo a la persona que está debajo del autoimpuesto disfraz.
Sin duda era él. Por una vez en su
triste vida, el vino agrio le salvó.
Aquella chica. Aquella lejana noche de
hace poco más de un año. Se reía. No hablaba. Sólo se reía. Algo en mí se
despertó: la parte violenta que asesinó a mi maltratador padre en un establo.
La que…entre oscuros y muy lejanos recuerdos hechos jirones, con una bolsa le
ahogó y luego le enterró lejos. Muy lejos. Una noche entera caminando. Luces de
policía y mantas. Luego la oscuridad más absoluta donde nada puede ser visto,
ni oído…ni tocado.
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