El
viaje a ninguna parte había sido el comienzo de la ruta. Necesitaba huir. No
sabía a ciencia cierta de qué pero necesitaba escaparme de todo y de nada a la
vez. La vida había ido pasando ante mis ojos y la había percibido pero no la
había sentido con la vehemencia suficiente para llamarla Vida.
Los
inconexos fotogramas de la película habían dado paso a la confusión que ahora
residía en el fondo de mi alma. Un alma que no encontraba un lugar, un sentido
ni un porqué.
Ahora,
una maleta reposaba encima de mi cama. La ropa arrugada y una ilusión renovada
era el equipaje del viajero.
No
había dormido nada y las ojeras se reflejaban en el espejo del cuarto de baño.
La luz mortecina transfiguraba mi rostro convirtiéndolo en la cadavérica
apariencia de una persona que había apostado todo a una sola carta. En realidad
no tenía nada que perder. El alma vacía...
Vacío
en el interior...
Un
último vistazo desde la ventana de la cocina: nadie en las calles en la
madrugada de un domingo de un apacible verano. Las farolas estaban aún
encendidas e iluminaban retazos del escenario de la última fase de mi vida.
Montones de recuerdos...
Después
de darle un último sorbo al café con leche, cogí la maleta, el billete de tren,
la billetera y cerré la puerta del apartamento. No miré atrás. Y pensé que
detrás de esas montañas había algo que me daba miedo. Lo pensé vagamente
mientras cerraba la puerta que nunca más abriría y me olvidé de ello.
El
tren me llevaba lejos. Cada vez iba más rápido. Había gente durmiendo porque
era un tren que llevaba rodando toda la noche. Y me dormí. No soñé. Oía de vez
en cuando una tos seca, un murmullo, un sollozo…y cuando abrí los ojos,
punzadas de dolor perforaron mis ojos. Era un radiante día de verano y el
paisaje discurría rítmicamente al pasar del tren. Al principio se veían casas
dispersas, y según nos acercábamos a la ciudad comenzaron a juntarse unas con
otras. No pude evitar pensar en que se abrazaban entre ellas para protegerse de
las personas.
Llegué
a Democracia a las once y dos minutos de
la mañana. Los andenes estaban plagados de gente que abrazaba a los que
llegaban. Risas y lágrimas, sentimientos por doquier. Y yo me sentía tan
vacío…no tenía a nadie. Lo único que tenía estaba en la maleta de cuero de mi
mano izquierda. Alguien me tocó el hombro y me giré. La cara de esa chica pasó
del fervor a la decepción infinita cuando se percató que yo era otra persona.
Quizás la decepción fue el ver que también las personas huecas viajaban.
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