Levanté
la vista de la copa y allí estaban todos. O casi todos.
Faltaba
parte de la familia, pero a pesar de no estar físicamente entre
nosotros, estaban con los comensales en esa mesa alargada de madera
oscura. Estaban en nuestras cabezas. En nuestros corazones.
Los
recuerdos.
Esos
retazos inmortales e imperecederos de la vida. Nunca se van. Aparecen
cuando menos te los esperas: en las fotos de las estanterías, en el
rincón más insospechado de una casa, en un jardín descuidado, en
un brindis, al cruzar esa calle que tantas veces recorrías de niño,
encima de esa bicicleta oxidada, en una salita oscura de blancas
cortinas...
Pero
sobre todo aparecen en esa casa. La casa de mis abuelos. La casa
donde me crié. Donde un nombre se hizo hombre, donde un niño se fue
muriendo para dar a luz en lo que me ido convirtiendo.
El
reflejo de la copa hizo despertar a ese niño: un árbol de Navidad
exageradamente adornado, mis primos gritando, mi hermano corriendo,
ese cabezazo que me di con una mesa, mi abuelo riendo, mi abuela
cocinando, mis padres hablando, mis tios repartiendo dulces...el
garaje del Nacimiento.
En
unos segundos volví a un pasado que no vuelve. El pasado nunca
vuelve, pero te lo llevas contigo. Ahora soy el niño que murió, ese
árbol de Navidad, esa televisión muda, esas bandejas de turrón, el
cuarto de herramientas, la cocina...soy la suma de todos esos
recuerdos que se fueron cosiendo.
Las
calles llenas de nieve.
Llevaba
puesto el abrigo largo con un verdugo de lana y unos guantes de
manoplas grandes. Hacía mucho frío. Pero el calor de ser feliz,
anulaba los cinco grados bajo cero, derretía el hielo por donde
pasaba...corría detrás de mis primos. La luz de un sol moribundo de
diciembre se reflejaba en todas las ventanas de una calle de casas
bajas y gente alta, de altas nubes y techos bajos.
En esa
carrera hacia ningún sitio, me vi. Ví a un adulto que se parecía
a mí, brindando, con el rostro triste, con la melancolía de algo
que deja atrás para no volver a ser visto, con desconocidos de caras
familiarmente conocidas a su lado. No había árbol de Navidad, sólo
muchas fotos a su alrededor. Lo único que permanecía igual era la
mesa del comedor. Esa mesa alargada de madera oscura.
Y
cuando alcancé a mis primos al doblar la esquina, me olvidé de
ello. Me olvidé de un futuro que estaba por llegar. Me olvidé de
todas las cosas tristes que veía.
Era la
Navidad de 1979. Tenía cinco años y muchos días por delante para
disfrutar.
...y
el niño de cinco años llegó a casa sudando. Sudando de una carrera
infinita. El árbol seguía allí, las luces seguían allí, mi
abuelo en su cuarto de herramientas, mi abuela impaciente en la
cocina por ver que no llegaba la familia a la comida, mis primos
peleándose por un tebeo, mi hermano viendo los dibujos animados, los
vecinos cantando villancicos, y yo en medio de todo. Grabando cada
detalle. Interiorizando cada sentimiento.
...y
el adulto del año 2011 acabó de brindar. Por todo. Por los
recuerdos. Por el niño de aquél año. Por la felicidad que hizo de
él lo que ahora es. Por sus abuelos, por sus tios, por sus primos,
por sus padres, por su hermano, por el mundo, porque las cosas fueran
distintas o permanecieran igual para siempre.
Esa
Navidad de 2011, el adulto, por fin vio al niño.
que bonito lo cuentas, ojala que todos podamos vivir alguna navidad así, que permanezca siempre en el recuerdo
ResponderEliminarGracias!! Me alegro que te haya gustado!!
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