Me llamo
Manuel. He cumplido ya los
cuarenta años y la autopista que va desde la madurez hasta la vejez está a
punto de aparecer en la carretera de mi vida.
El paso de
los años no suele tener piedad con nadie. Lo oxida todo con la corrosión de la
indiferencia y el hastío del inapetente.
He visto
mucho. Demasiado quizás. Más de lo que ninguna mente podría soportar sin
adentrarse en la locura. Detrás de mis sienes canosas se esconden miles de
recuerdos.
He viajado
a Senegal, Zambia, Centroamérica, algunos paises de Asia y muchas islas de la
Polinesia. En estas islas es donde empecé a ver las cosas con “otra
perspectiva”. La perspectiva de que todo es relativo, que debajo de lo que
ocurre en las cosas cotidianas, se esconde una fina capa de irrealidad, de
misticismo, de paranormalidad…
Con tan
solo veintitres años me apunté como voluntario a “Médicos sin Fronteras”. Allí
conocí a mucha gente de innumerables países con demasiadas cosas que contar
como para escucharlas en una sola vida.
En Senegal
viví la locura de la guerra.
En Zambia fue donde me acosté con aquella médica italiana en medio del horror del SIDA. Había sido en una cabaña abandonada con un calor infernal y miles de mosquitos zumbando alrededor del humo de una hoguera. Las atronadoras explosiones de los morteros amortiguaban los gemidos de placer de ella y los gritos animales de un sexo irracional y frenético míos. Ambos queríamos evadirnos de la tristeza infinita de la muerte. Del vértigo a lo inevitable.
En Zambia fue donde me acosté con aquella médica italiana en medio del horror del SIDA. Había sido en una cabaña abandonada con un calor infernal y miles de mosquitos zumbando alrededor del humo de una hoguera. Las atronadoras explosiones de los morteros amortiguaban los gemidos de placer de ella y los gritos animales de un sexo irracional y frenético míos. Ambos queríamos evadirnos de la tristeza infinita de la muerte. Del vértigo a lo inevitable.
Senegal
olía a madera requemada, Zambia a sexo, Asia a especias mezcladas con sudor y
aquella isla de la Polinesia donde conocí a M´butu olía a putrefacción dulce.
M´butu había
sido el brujo de una tribu que poco a poco comenzaba a renegar de sus
costumbres. Quizás el último brujo de la historia contemporánea.
Me había
enseñado a mezclar hierbas, a cultivarlas, a cuidarlas y los efectos de sus
dosis administradas en humanos.
Pero M´butu
me había enseñado algo que no le había enseñado nadie. Me había mostrado el
secreto de Gboto. La traducción de Gboto era “Puerta entre los dos Mundos”.
Todo ocurrió
la última noche. Había bebido demasiado. Siempre que me iba de un país me
emborrachaba. Lo achacaba constantemente
a la impotencia de sentir que nada había cambiado. Que los médicos no podían
hacer nada para cambiar las cosas en ninguna parte del mundo, que la gente
vivía o moría irremediablemente por suerte, por azar o porque Dios así lo
quería.
Con
veintiocho años, un litro de vodka y la expectativa de volver a casa, el sitio
que más conoces, te sientes invulnerable.
Estaba
sentado en la orilla de un río. Miraba al cielo con frecuencia. Sabía que
cuando regresase a España, no volvería a ver un cielo igual. Que las estrellas
se esconderían en la luz de las ciudades. Eran tímidas a los ojos del ser
humano.
Estaba
triste. Naomi Watson, una enfermera americana, había muerto a causa de un
accidente con un Jeep. Naomi. Sus ojos vivarachos, su perfume a Channel y sus
historias alegóricas de mundos perdidos, inexplorados…
Era el vivo
contraste de lo civilizado con lo salvaje. Era el aroma de lo cosmopolita en
las tierras baldías de la naturaleza.
Smirnoff.
La botella reposaba en mi regazo. Mi respiración turbaba el silencio de la
noche. La esterilla estaba húmeda y mi espalda transpiraba un sudor frío.
Y de entre
dos matorrales surgió la figura de M´butu. Anchos hombros y músculos de
serpiente encrespada. Unos fuertes antebrazos resplandecían a la luz de una
gran luna. Sus ojos eran dorados, del color de una medalla de oro a la luz de
mil bombillas.
- Te voy a
contar una historia – en su inglés básico sonaba como algo así como
Aigonatelaistori. Parecía sonreir o hacer una mueca de disgusto o las dos
cosas.
En medio de
la borrachera de Smirnoff se me reveló la historia de Gboto.
Escuché
todo lo pacientemente que me permitió hacerlo el alcohol y al final me reí. Era
una risa histérica producida por la mezcla de las muchas emociones, entre
ellas, el miedo y la inquietud que sentía.
M´butu se
mantenía impasible. Pensé que la risa iba a ofenderle, pero no fue así. En
lugar de eso, me tomó la mano y me llevó al cementerio improvisado que habíamos
hecho junto al hospital.
Las pisadas
parecián retumbar como una estampida de elefantes en el silencio. No se oía
nada junto al Hospital San Juan de la Cruz. Todos parecían estar durmiendo.
Jean Louis era el médico al que le tocaba la guardia de aquella noche. Y no se
le oía. No debí de ser el único que había bebido ese día…
Llamar
cementerio a la explanada que se extendía ante nosotros era demasiado
pretencioso. Era lo único que pudimos construir lo más parecido a lo que
llamaban Camposanto en Occidente. M’butu miraba a su alrededor con
indiferencia. El concepto de muerte es distinto en África. Ellos lo ven como un
camino hacia un lugar y nosotros como el fin de un peregrinaje por la vida. Fin
y Camino.
Sudaba
hasta la deshidratación. Esa noche no morí deshidratado de milagro. El alcohol
me hacía sudar, el miedo me hacía sudar y la presencia del brujo en medio de
aquél sitio era la gota que colmaba el vaso de todo aquello.
Soplaba una
brisa húmeda llena de aire seco y de
mosquitos muertos. Me pareció oler a sangre en algún momento pero no lo podía
asegurar. El brujo sonreía…y hablaba.
Me apretó
la mano tan fuerte que grité de dolor, pero él no me oía, la brisa se convirtió
en viento y el viento en algo más violento. De lo que sí estaba seguro es que
hubo un instante en el que olí la putrefacción de lo que estaba enterrado en
ese sitio y mezclado con ello estaba el olor a hierbas, a Channel y a sudor…y
entonces el viento paró.
La mano que
me asía cesó en su resistencia y alguien me acarició la nuca. Miré atrás. No vi
nada. Sólo de reojo puede ver correr a alguien detrás de un árbol.
Era Naomi.
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