lunes, diciembre 19, 2011

El Médico




Me llamo Manuel. He cumplido ya los cuarenta años y la autopista que va desde la madurez hasta la vejez está a punto de aparecer en la carretera de mi vida.

El paso de los años no suele tener piedad con nadie. Lo oxida todo con la corrosión de la indiferencia y el hastío del inapetente.
He visto mucho. Demasiado quizás. Más de lo que ninguna mente podría soportar sin adentrarse en la locura. Detrás de mis sienes canosas se esconden miles de recuerdos.

He viajado a Senegal, Zambia, Centroamérica, algunos paises de Asia y muchas islas de la Polinesia. En estas islas es donde empecé a ver las cosas con “otra perspectiva”. La perspectiva de que todo es relativo, que debajo de lo que ocurre en las cosas cotidianas, se esconde una fina capa de irrealidad, de misticismo, de paranormalidad…

Con tan solo veintitres años me apunté como voluntario a “Médicos sin Fronteras”. Allí conocí a mucha gente de innumerables países con demasiadas cosas que contar como para escucharlas en una sola vida.
En Senegal viví la locura de la guerra. 
En Zambia fue donde me acosté con aquella médica italiana en medio del horror del SIDA. Había sido en una cabaña abandonada con un calor infernal y miles de mosquitos zumbando alrededor del humo de una hoguera. Las atronadoras explosiones de los morteros amortiguaban los gemidos de placer de ella y los gritos animales de un sexo irracional y frenético míos. Ambos queríamos evadirnos de la tristeza infinita de la muerte. Del vértigo a lo inevitable.

Senegal olía a madera requemada, Zambia a sexo, Asia a especias mezcladas con sudor y aquella isla de la Polinesia donde conocí a M´butu olía a putrefacción dulce.
M´butu había sido el brujo de una tribu que poco a poco comenzaba a renegar de sus costumbres. Quizás el último brujo de la historia contemporánea.

Me había enseñado a mezclar hierbas, a cultivarlas, a cuidarlas y los efectos de sus dosis administradas en humanos.
Pero M´butu me había enseñado algo que no le había enseñado nadie. Me había mostrado el secreto de Gboto. La traducción de Gboto era “Puerta entre los dos Mundos”.

Todo ocurrió la última noche. Había bebido demasiado. Siempre que me iba de un país me emborrachaba.  Lo achacaba constantemente a la impotencia de sentir que nada había cambiado. Que los médicos no podían hacer nada para cambiar las cosas en ninguna parte del mundo, que la gente vivía o moría irremediablemente por suerte, por azar o porque Dios así lo quería.

Con veintiocho años, un litro de vodka y la expectativa de volver a casa, el sitio que más conoces, te sientes invulnerable.
Estaba sentado en la orilla de un río. Miraba al cielo con frecuencia. Sabía que cuando regresase a España, no volvería a ver un cielo igual. Que las estrellas se esconderían en la luz de las ciudades. Eran tímidas a los ojos del ser humano.

Estaba triste. Naomi Watson, una enfermera americana, había muerto a causa de un accidente con un Jeep. Naomi. Sus ojos vivarachos, su perfume a Channel y sus historias alegóricas de mundos perdidos, inexplorados…
Era el vivo contraste de lo civilizado con lo salvaje. Era el aroma de lo cosmopolita en las tierras baldías de la naturaleza.
Smirnoff. La botella reposaba en mi regazo. Mi respiración turbaba el silencio de la noche. La esterilla estaba húmeda y mi espalda transpiraba un sudor frío.

Y de entre dos matorrales surgió la figura de M´butu. Anchos hombros y músculos de serpiente encrespada. Unos fuertes antebrazos resplandecían a la luz de una gran luna. Sus ojos eran dorados, del color de una medalla de oro a la luz de mil bombillas.
- Te voy a contar una historia – en su inglés básico sonaba como algo así como Aigonatelaistori. Parecía sonreir o hacer una mueca de disgusto o las dos cosas.
En medio de la borrachera de Smirnoff se me reveló la historia de Gboto.

Escuché todo lo pacientemente que me permitió hacerlo el alcohol y al final me reí. Era una risa histérica producida por la mezcla de las muchas emociones, entre ellas, el miedo y la inquietud que sentía.
M´butu se mantenía impasible. Pensé que la risa iba a ofenderle, pero no fue así. En lugar de eso, me tomó la mano y me llevó al cementerio improvisado que habíamos hecho junto al hospital.
Las pisadas parecián retumbar como una estampida de elefantes en el silencio. No se oía nada junto al Hospital San Juan de la Cruz. Todos parecían estar durmiendo. Jean Louis era el médico al que le tocaba la guardia de aquella noche. Y no se le oía. No debí de ser el único que había bebido ese día…

Llamar cementerio a la explanada que se extendía ante nosotros era demasiado pretencioso. Era lo único que pudimos construir lo más parecido a lo que llamaban Camposanto en Occidente. M’butu miraba a su alrededor con indiferencia. El concepto de muerte es distinto en África. Ellos lo ven como un camino hacia un lugar y nosotros como el fin de un peregrinaje por la vida. Fin y Camino.
Sudaba hasta la deshidratación. Esa noche no morí deshidratado de milagro. El alcohol me hacía sudar, el miedo me hacía sudar y la presencia del brujo en medio de aquél sitio era la gota que colmaba el vaso de todo aquello.
Soplaba una brisa húmeda llena de  aire seco y de mosquitos muertos. Me pareció oler a sangre en algún momento pero no lo podía asegurar. El brujo sonreía…y hablaba.

Me apretó la mano tan fuerte que grité de dolor, pero él no me oía, la brisa se convirtió en viento y el viento en algo más violento. De lo que sí estaba seguro es que hubo un instante en el que olí la putrefacción de lo que estaba enterrado en ese sitio y mezclado con ello estaba el olor a hierbas, a Channel y a sudor…y entonces el viento paró.

La mano que me asía cesó en su resistencia y alguien me acarició la nuca. Miré atrás. No vi nada. Sólo de reojo puede ver correr a alguien detrás de un árbol.
Era Naomi.



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