Llamada a cobro
revertido desde el Más Allá:
El Centro Comercial de Hometown, se había inaugurado hacía poco más de un año.
Era enorme. Seis plantas atestadas de tiendas de diseño, salas de juego,
restaurantes, bares, dos cines, muchas luces…y mucha gente.
En los sótanos había un parking con capacidad para albergar a media ciudad y en
el exterior, junto al río, había innumerables plazas para aparcar la otra
media. Si existiese un paraíso para el consumidor, el Centro Comercial, se
parecería mucho. Como no podía ser de otra forma, se había convertido en
el centro neurálgico de una ciudad como Hometown. Estaba en la carretera que
comunicaba la ciudad con Capitol, la mayor ciudad del noroeste del país.
Se había edificado en tiempo record. El alcalde Nick Youssef,
impulsado por Jonas, uno de los socios de la multinacional Smithson, no había
escatimado en recursos para su construcción. Iba a crear muchos puestos de
trabajo en una ciudad con una tasa de desempleo enorme…además de, dos cosas más
importantes: las elecciones municipales estaban a la vuelta de la esquina y las
“comisiones” por su construcción en zona pública, iban a ser cuantiosas.
Allí pasó algo triste. Del tipo de tristeza cruda y real que sólo Hometown
sabía regalar.
De eso, hace un año exacto. Aún estaba flotando en el ambiente el olor “a
nuevo” de las tiendas, de las moquetas, de la madera, del brillo del mármol.
Algún andamio sin retirar y carteles que invitaban al alquiler de locales
comerciales.
Los pasillos del Centro Comercial estaban llenos de gente. Nadie por aquí,
lleno por allá. Bandadas de golondrinas cuando se trata de comprar. Entre aquel
rebaño, uno podía darse cuenta de que algo iba rematadamente mal.
Un niño con un globo azul... miraba y decía algo. De fondo se escuchaba
una versión de “I´m not in love” de 10CC por lo que no se le podía oír bien. El
ruido era atronador. Era extraño. ¿Estaba avisando de algo que iba a suceder?
Si se ve en perspectiva, así era.
Unos diez metros más allá, junto a una máquina expendedora de refrescos, al
lado de la puerta de la tienda de deportes “SportsHealth”, se podía ver a
George Witt con un carro de la compra transportando bolsas y una caja de cartón
con el dibujo de una cadena musical.
George. Su pelo despeinado, sus gafas de sol y su aliento a ginebra.
Al salir estaba lloviendo a cántaros. La tormenta de principios de un invierno
que duraría muchos meses había elegido una mañana de sábado en la que la gente
dormía plácidamente en su cama. Y el consumidor salía a satisfacer su sed de
trivialidades varias.
- Menos mal que hemos venido en coche. Este trasto pesa un cojón- estaba
hablando con Gerard Stenson, su compañero de piso. Los ojos de Stenson eran dos
esferas rojizas rodeadas de un cerco de ojeras amoratadas. Había sido una noche
muy larga.
Sacaron el paraguas. En medio de las peores resacas hay un lugar en la cabeza
que aún funciona un poco. Las nubes que vieron desde la cocina esa mañana
mientras tomaban un café bien cargado y medio bote de aspirinas, amenazaban con
algo más que una llovizna.
- Menos mal que me has despertado. Es lo mejor que podías hacer por mí un
sábado por la mañana, capullo. Tengo una resaca de tres pares, tío. Y encima
has elegido un día... – Stenson estaba muy enfadado.
El coche estaba aparcado a unos metros. Sólo les separaba una calle de él... y
cuando fueron a cruzar, a Stenson le vibró el móvil en el bolso. La
inconfundible vibración de “le ha llegado un mensaje”. Se paró, y cuando fue a
mirar quién se lo hubo enviado, oyó un golpe, un chirrido de frenos y un grito
ahogado.
Lo primero que vio en la calzada: el carro de la compra cruzando solo por el
paso de peatones. En línea recta hasta llegar a la otra acera. Como si alguien
lo condujese. Tardó en ver que, cinco metros a su izquierda había un Audi A8 de
color gris parado junto a alguien que se vestía como Jorge. Vaqueros azules y
sudadera verde. Era George. George tendido. George inerte.
Tumbado en el suelo de lado. Un brazo debajo de su cuerpo y el otro encima de
su cabeza señalando lejos. Una zapatilla Nike perdida en el suelo y otra en su
pie.
El agua de lluvia cayendo y mezclándose con algo rojo intenso. Stenson quieto
en el borde de la acera. Mirando y pensando absorto en que el conductor que
sale del coche lleva puestas las mismas zapatillas que Jorge.
Su cabeza se nubló. Como las mismas nubes negras del cielo. “Se las ha robado,
le ha robado las zapatillas”, pensó incongruentemente. “Le ha arrollado con el
coche para ponérselas él”.
Oyó su voz como si hubiese sintonizado una emisora de radio de A.M. lejana, con
interferencias y en un idioma desconocido.
- ....ambulancia...Hospital...Saint Peter...cerca...no le ví.....no le ví....-
creyó que gritaba o se imagino así era….mientras un amigo muerto en el suelo,
miraba inerte las gotas de lluvia cayendo sobre sus ojos.
Una sala de espera. Olor químico a medicamentos y una mesa de cristal llena de
revistas en el medio de la habitación. Una madre, sentada al lado, doblando una
revista. Nerviosa. Sintiendo sus nervios en la piel. “Mamá apártate de mí, me
haces daño”.
Por la ventana se vislumbra un patio interior rodeado de ventanas de
habitaciones de luces asépticas. Frías como el frio polar. Vacías como el alma.
Han vaciado un alma. No hay miedo, ni rabia, ni pena, ni alegría...sólo las
nubes negras dentro que llueven confusión.
Después, el siguiente fotograma de ese maldito día de invierno: el doctor de
las gafas y la bata blanca entrando en la sala de espera, preguntando si está
la madre del chico.
La luz de la lámpara del techo se refleja en su incipiente calva y tiene un
montón de bolígrafos de colores en el bolsillo de la pechera. Había utilizado
el rojo hacía unos instantes. No importa cuál pero sí importa el color con el
que escribe. Entra una señora por la puerta sollozando y un hombre detrás de
ella con el rostro congestionado. Parece como si el hombre fuese a estallar. La
mujer, ya está explotando en gritos, reventándose en sus lágrimas y
martirizándose con preguntas inconexas.
El reflejo de la calva parece difuminarse en mil fragmentos de cristal. Gerard
Stenson llorando y alguien le zarandea. La señora le pregunta repetidamente qué
había pasado, qué había pasado, qué COÑO había pasado.
Alguien la separó (su madre o el doctor calvo, no pudo ver lo que pasaba más
allá de los cristales de lágrimas).
George había muerto atropellado por un coche.
Pasaron las horas y los días. Siete días en casa pasó Stenson durmiendo con
calmantes. Eso es lo que uno tarda en recuperarse, siete días. Un catarro
fuerte, siete días. Una gripe, siete días. Se muere un amigo, siete días.
El día en el que Gerard volvió a la Universidad, pasaron más cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario