viernes, diciembre 09, 2011

"El Caballero que viajaba errante"

El Caballero que viajaba errante:

Una vez terminó de calentarse el café en la hoguera, apagó el fuego.
La noche era oscura pero su vista se había acostumbrado a la penumbra.
A la luz de unas brasas que se iban apagando, se podía ver fugazmente parte de los rasgos de “el Caballero”, como era conocido en un país que no existía ya.
Una cicatriz cruzaba un rostro ajado, curtido por miles de horas de sol y de temperaturas extremas. El pelo largo. Barba oscura de varios días. Unos ojos brillantes y negros de mirada dura, testigos de miles de batallas en planetas perdidos, de cientos de miles de personas muertas, de ciudades quemadas, de niños destrozados, de mujeres violadas, de la maldad humana, semihumana y no humana.
Zorg Shatark, como fue nombrado en el Rito de la Edad, era un hombre de unos casi cuarenta años terrestres, a pesar de haber vivido varias de las vidas de un humano. Nació en medio de la dureza de las tierras yermas de Kowen, una región sitiada por el hielo en el Sur del planeta Swum, el planeta gemelo de la Tierra (aunque la palabra exacta sería “simétrico” a la Tierra: casi todo era o discurría al revés).

El día en que todo comenzó, Zorg, estaba cabalgando raudo por las llanuras de Exforl. Anunciar la muerte de un hijo a sus padres siempre era un momento muy duro, por lo que quería dar la mala noticia cuanto antes para poder regresar a su casa después de varios años librando una de las “Tres Grandes Batallas”.
Como comandante del Ejército Unificado, se sentía responsable de la muerte de Jiztel. Era un muchacho joven, leal y valiente. Podría haber sido su hermano pequeño…pero como soldado tuvo la mejor muerte que cabía esperar de él: en el campo de batalla. Luchando hasta el final, hasta que una espada traicionera atravesó su espalda en los últimos fragores de una eterna lucha. Eso fue en las campiñas de Gelid, cerca de la frontera de Kowen.
Sus pensamientos iban de un sitio a otro: hombres muertos por honor, noches de interminables horas planeando la táctica del día siguiente, ansiedad por regresar al Palacio del Estandarte donde le esperaría su esposa Julianne y sus tres hijos, que apenas le reconocerían…
Sus pensamientos, de repente fueron interrumpidos por unas voces que provenían del río que flanqueaba el camino de tierra por el que su gigantesco caballo galopaba. La maleza ocultaba gran parte de la orilla, por lo que apenas se podía divisar intermitentemente el caudal.
Por la posición de los tres soles, debía de ser aproximadamente mediodía.
El bosque, cada vez con menos árboles, según se acercaba a los confines de Kowen, estaba en silencio. Sólo se podía intuir el siseo del agua y ahora esas voces cercanas.
Eran dos personas. Dos hombres que parecían estar discutiendo por algo.
A pesar de la prisa por llegar a la granja de la familia de Jiztel y encaminarse definitivamente a su añorado hogar, frenó al caballo tirando bruscamente de las bridas y tensándolas en el cuello del animal.
¿Le habrían oído? En mitad de aquél inquietante silencio del mediodía, sabía que sí. Inconscientemente echó mano de revólver de cinco balas y desenvainó una larga daga con su otra mano. En menos de diez segundos, había sacado al caballo del camino, fuera de la vista de cualquier persona que saliese a ver quién cabalgaba, y se había encaramado a un pequeño árbol de hojas puntiagudas. Desde ese punto podía ver el sendero, el río y ambas orillas.
Otra persona hubiese sido incapaz de distinguir dos siluetas ocultas por unos frondosos matorrales. Un movimiento imperceptible de un brazo, les delató.
Unos instantes espiando la conversación y Zorg supo inmediatamente que no eran de allí. Ni de Kowen, ni de Gelid….ni del mismísimo Swum…
Y se dio cuenta de una cosa más: hablaban al revés.

Ahora estaba en un planeta completamente desconocido para él. Maldecía aquél día. Maldecía haber parado su caballo…pero sobre todo, maldecía a aquellos dos hombres.
Nunca más pudo volver a besar a su mujer ni a sus hijos, pasear por las áridas tierras de su palacio, calentarse en la chimenea del gran salón…ni despedirse de la tierra que le vio nacer.
Pensar en aquello le enfurecía, pero haberse ido de allí, fue la decisión que le salvó la vida. Tenía que darle la vuelta al tiempo. Hacer que todo volviese a antes de la destrucción de su planeta, dos días después del episodio del río.
Pensar en ello, hizo que su rabia se convirtiese en determinación. La firmeza del comandante del Ejercito Unificado volvió a su alma y un calor tibio inundó su cuerpo. Contra todo pronóstico, esa noche consiguió, por fin, dormir. Los sueños de molinos, Mistmistmist...muertos que despiertan y gasolineras de carretera perdidas, volvieron. Hacía años que no tenía aquellas visiones.

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