lunes, enero 23, 2012

Cuando el PASADO a veces vuelve...(microrrelato)


Años después, aquí estoy sentado de nuevo. 

Sentado en una otoñal mañana de octubre en la terraza de la cafetería del mirador. El mismo aspecto de hace treinta años.

Siento algo parecido al café que allí tomaba. Algo fuerte, seco y áspero. Una fina y fría lluvia moja las mesas y las sillas vacías de una terraza seca de recuerdos. Seca de sensaciones y de un dolor inacabado de algo inacabado, de algo muerto en vida.

No hay nadie en la terraza. Los camareros parece que me observan pero no me ven. A través de la enorme cristalera se puede ver la terraza y la balaustrada de piedra que da al mar. La gente corre apresuradamente allá abajo en la cala, para cobijarse. Los gritos de sorpresa son audibles desde donde estoy ahora sentado.

Pero mis ojos no ven camareros, ni terrazas ni melancólicos mares grises. Están viendo las olas que bailaban sobre un mar del pasado. Mis oídos están escuchando los susurros de una voz de mujer. Unos siseos dulces de un tiempo remoto. Un llanto apagado lleno de algo eterno. De la eternidad que no fue eterna. De lo que pudo ser y al final, la vida, te expulsa de ello como a un muñeco de trapo. Te caes en un sendero que nunca pensaste que andarías. Que tus pies jamás pisarían un barro tan sucio.

Allí, hace treinta años sucedió algo. Algo que nunca más tuvo vuelta atrás. Años, en el que de vez en cuando, en noches solitarias delante de una botella de bourbon, alguien puede ver. Reflejos de aquello en el fondo de un sucio vaso rayado. Al calor de una estufa, las llamas evocan frustración con grandes dosis de miedo.

Una noche de hace treinta años, la cafetería estaba cerrada. Era noche de luna clara, de sentimientos claros, de palabras claras…de final manchado por algo oscuro. Sangre derramada en las nocturnas tinieblas de una pareja rota. Heridas no cicatrizadas de palabras nunca dichas, de ideas nunca pensadas, de manos no tendidas, de almas desgarradas por el rencor, almas sucias de sinceridad y brillantes de infinita brusquedad.

Las palabras, palabras son. Cuando las vas uniendo puedes moldear una caricia de terciopelo o un estilete de filo agudo. O acaricias el alma del que te escucha, o le produces una muerte lenta o repentina.

Una silla al lado de la otra. Duras palabras para una suave noche. La luna mirando la escena, las olas suspirando en la cala y la brisa suavizando nuestras palabras. Aspereza. Papel de lija que raspa los corazones empapados de agua sólida.

Luego vienen las lágrimas ácidas de destello plateado. Devolviéndole a la luna su blanco regalo. Mirada vidriosa. Resignación sumisa. Piernas que se estiran. Silla que se cae. Un caminar hacia una balaustrada. Lentos pasos y pensamientos fugaces.

Y, miro por última vez hacia atrás. Mi última mirada antes de emprender el vuelo hacia ningún lugar concreto y todos los lugares en general. La veo a ella. Veo sus ojos por última vez, escucho sus palabras por última vez y pienso en ella por última vez.

Caricias profundas de largas noches. Actos de amor delante de una chimenea mientras el sudor corre por mi tensa espalda. Brazos que sostiene un frágil cuerpo blanco de incandescencia. Tendones que se desgarran de placer. Rostros congestionados. Respiraciones sin compás y miradas turbias de claridad.

El mar cada vez más cerca. La cala cada vez más cerca. La muerte cada vez más cerca. Lo infinito cada vez más cerca. El amor cada vez más cerca.

Y, acercándome a las olas, pienso por última vez en el anterior hombre que he dejado en una balaustrada de piedra allá arriba. Con sus rencores, con sus miedos, con sus imperfecciones y con sus rudas palabras de toscas letras. Le veo por última vez y me despido de él diciéndole adiós con la mano.

Años después, aquí estoy sentado de nuevo. Aquí arriba. Sin gente que me mira, que me escucha ni me juzga. Cada treinta años vuelvo al mismo sitio para recordar. 

Para aprender que las palabras, palabras son.

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