martes, enero 10, 2012

El RITO de la EDAD

Zorg Shatark ya estaba completamente despejado. Los sueños que había tenido esa noche habían sido muy vívidos. Demasiado, quizás.
Dentro de su cabeza retumbaban aún muchas voces del pasado y del futuro. Ya desde pequeño poseía un don: podía predecir cosas que iban a pasar, o que podían suceder…”cosas del mañana” las llamaba.

A la edad de diez años, tuvo la primera de esas visiones. Ayudando a ensillar el caballo de su padre, en aquél establo, vio un pueblo en llamas. Un pueblo en el que jamás había estado pero que algo en su interior conocía muy bien.

Ese pueblo se llamaba Fargan y estaba a 200 millas torsis de allí.
Esa visión tan real, tan cercana, tan…de dentro, le hizo tropezarse con un caldero y caer de espaldas. Allí, tumbado en un establo con olor a heno y excrementos de animal, con el único sonido del zumbido de las moscas, vivió los últimos momentos de Fargan. Las cabezas cortadas, esa mujer escondida dentro del baúl hasta que se quemó la casa, los niños corriendo, el perro carbonizado, el aullido animal de una veintena de jinetes con antorchas…y la niña con el cuello roto en una postura imposible, apoyada en un árbol.
Lo peor de esas visiones no era verlas: era vivirlas. Zorg, sentía lo que pasaba, percibía hasta el más ínfimo detalle, el más minúsculo aroma, sonido…sentía la rabia y el miedo a la vez. La agonía y el ensañamiento. Todo.

Después de introducirse en una de las visiones, se sentía agotado. No podía mover las piernas, ni los brazos e incluso pestañear se convertía en un esfuerzo colosal. No se acordaba de cómo llegaba después a su cama, ni de nada que le contaban que hacía en sus trances: lloros, gritos, lamentos, amenazas, súplicas, rezos, cánticos en lenguas desconocidas…
La gente ya hablaba a escondidas en todos los rincones del país del hijo endemoniado del conde Odim. No quedaba nadie en todo Kowen que no hubiese oído hablar de alguna de las visiones del niño. Todos le tenían miedo. Y cuando una a una, las visiones (o profecías, como les llamaba el anciano monje Lennen) se fueron transformando en hechos reales…ese miedo se convirtió en pavor.

En el castillo de su padre, todos evitaban en la medida de lo posible tratar con él. Pocos se atrevían a hablarle. Apenas veía ya a su propia madre.
Los monjes la habían separado de él. Los dioses de Therm habían hablado desde el fuego y habían prohibido que madre e hijo estuviesen a solas en una misma habitación. No podía tocarle ni mostrarle ninguna señal de afecto.
Esa soledad forzada, esa falta de cariño y ese temor, le fueron convirtiendo en un ser frío, impasible y duro como el acero de las minas de Gelid.

Como nadie se quería hacer cargo de él, su padre, le trasladó a un pequeño palacio en las afueras de la ciudad de Korm, donde tres sirvientes se hicieron cargo de las necesidades básicas del joven Shatark: comida, ropa y educación (ésta última, se la impartían en días alternos, un sirviente-guerrero, un alquimista de más allá de las montañas de Flygum y su madre a hurtadillas, alguna de las tardes oscuras). Le llevaba libros. Montones de libros de Historia, Química, Fïsica Inversa y de Retórica Básica.

Los días que su madre se asomaba por la ventana de la cocina envuelta en la oscuridad de una noche inminente y una capa negra, el joven Zorg sentía una dicha absoluta. Su madre desde que empezó a tener visiones, nunca le besó ni le dio ninguna muestra de afecto. El cariño lo tenía que buscar en esas manzanas que le llevaba envueltas en un pañuelo o en su mirada cuando dejaba de actuar como le habían ordenado los monjes. Siempre supo, que debajo de esos ojos tristes vivía una madre orgullosa de su único hijo.
Un día, cuando Zorg cumplió la edad de dieciséis años, un hombre llamó a las puertas del pequeño palacio. Tenía una barba que le llegaba por las rodillas y unos ojos muy pequeños. La espada envainada en el cinturón de cuero azul y la capucha que colgaba muerta entre una mata de pelo negro, hacía ver que era un monje-guerrero.

El monje llevaba un pergamino arrugado entre sus ásperas y grandes manos. Se lo entregó. Y cuando, Zorg terminó de leerlo, el monje sacó una daga de plata y se asestó una puñalada mortal.

El Rito de la Edad ya había dado comienzo. El entierro de un monje-guerrero que moría para dar vida a un nuevo hombre era el primer paso.
Cuando terminó de escavar con sus propias manos una tumba donde enterrar al mensajero, preparó una cuba llena de agua hirviendo y vertió en ella una serie de especias: mengo, julwan y cambertil.

El mengo para endurecer la carne, el julwan para despertar el alma y el cambertil para invocar a los familiares muertos.

Sacó la cuba al cruce de caminos que había entre la arboleda de la parte de atrás de sus jardines. Pesaba mucho, pero las Escrituras eran claras: todo el proceso del Rito, lo tenía que hacer solo, sin ayuda. “Uno nace solo, se hace hombre solo y muere solo”

El agua estaba hirviendo y las especias se habían disuelto por completo. Y cuando todos los jóvenes tiemblan por el miedo a morir abrasados por el agua… Zorg, no sintió nada. En realidad, el niño ya había muerto tiempo atrás en un establo mientras sus ojos vacuos se detenían en las vigas de un techo de madera.

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