He
conseguido escapar del Sanatorio de Glifford. No me lo puedo creer, pero mis
piernas me están llevando lejos de esos malditos jardines llenos de plantas
asquerosas y de las letrinas que huelen a rayos. De esas habitaciones de luces
asépticas, de las bandejas con tranquilizantes, de las correas de cuero
envejecido. Del aire viciado de un edificio hermético.
Dos años.
Dos años largos encerrado en aquél lugar lleno de enfermos mentales.
Ha sido
la peor experiencia que he vivido en mi vida. Encerrarme como a un perro
sarnoso en un edificio de ventanas con rejas. Hacerme dormir por las noches en
esa habitación a la que llaman “La Pecera”. Pero sobre todo, esas tardes
interminables leyendo libros y más libros en “La Sala de la Televisión” (una
jaula de grillos que te perforan el cerebro con sus gritos, con los mismos
programas infantiles de televisión, con los mismos vigilantes de ciento y pico
kilos y mismas pastillas a las mismas putas horas).
Les odio.
Desde que despertaba a las cinco de la mañana hasta la hora en que me obligaban
a ir a dormir a “La Pecera”.
- Si sigues queriendo parecer normal, un día lo serás, Rutger – me había dicho el loquero de las gafas y la corbata hortera de lunares. Svenson o algo así se llamaba. Para mí era un simple funcionario gris y patoso a las órdenes de los que le habían ordenado hacerme parecer loco.
- ¿Cuántos días más tengo que estar aquí? - le había preguntado al principio. Por el principio me refiero a las primeras semanas de entrar en el Sanatorio. Me habían despojado de mis cosas. Mis llaves, mi dinero, mis fotos, la navaja y el colgante que me había regalado mi mujer. O exmujer o difunta mujer o lo que sea. No consigo acordarme de qué era o quién era para mí. Un jueguete supongo.
- Rutger, aquí las cosas no se miden por el tiempo, se miden por las acciones, por la forma en la que veamos cómo evolucionas – esa mierda de tono condescendiente. Si hubiese tenido a mano mi navaja, le habría despellejado vivo allí. Como a los demás. Mirándole a los ojos mientras me suplicaba. Si hubiese tenido mi navaja y no me hubiesen atado con esas correas a la silla, claro está.
El tiempo
iba pasando. Y necesitaba ver esas fotos. Mi vida se resumía en esos pequeños
fragmentos de la vida que iba arrebatando. Los trofeos de un tiempo invertido
en adrenalina, en sentirme vivo mientras mataba.
El día
que por fin perdí la paciencia, fue una vuelta a los viejos tiempos. El día en
el que a Larry “Armatoste” Wilson le salió todo mal.
Larry era
uno de los celadores del Sanatorio. Medía más de dos metros (me sacaba casi una
cabeza) y sus espaldas eran como las de dos personas de corpulencia mediana.
Ese día,
o mejor dicho, esa noche, cometió el error de contarme algo de su vida. Me
acuerdo perfectamente de esa conversación: le habían abandonado, arrebatado a
sus hijos y echado de su propia casa.
Os voy a
contar una cosa. Dios me libre de intentar justificarme. No necesito
justificarme porque la naturaleza me parió así. Si a un tiburón le acercas
sangre, la maldad no hace que te ataque, no es maldad: se llama instinto. Si a
un pirómano le dejas una cerilla y un montón de papeles arrugados de periódico,
más vale que eches a correr si no quieres parecer una puñetera antorcha humana. ¿Se van a justificar? No, no lo necesitan. Yo tampoco.
Larry, el
celador, me enseñó algo. No era ni sangre, ni periódicos, ni cerillas.
Esos ojos
de cordero, de cobarde, de gallina...consiguieron sacarme de mis casillas.
¿Rendirse? ¿Había dicho que iba a rendirse? Joder. Si hay algo que odio en esta
vida es esa actitud. Me da asco.
Esa
reacción fue un catalizador para la rabia que llevo dentro desde que nací. La
que hace que corte a la gente en pedazos más pequeños que una canica, la que me
hace correr por las noches desnudo bañado en sangre, la que me hace dar
mordiscos ocasionales a mis fotos mientras veo un documental...la que hace que
a las chicas que llevo a casa les cambie una velada romántica por una puta
pesadilla.
Y a
Larry, desde esa noche le dejaron de llamar el “Armatoste”. Un bolígrafo de su
bolsillo, una camisa de fuerza mal cerrada y un exceso de confianza son una
combinación muy mala si tienes a alguien que sabe actuar rápido. No voy a
contaros más de Larry “el Tuerto” Wilson. Así le llaman ahora.
Sólo voy
a deciros que sé dónde hay un coche aparcado. Que las llaves están debajo de un
parasol (o eso le oí a uno de los médicos del Sanatorio) y que después de dos años, quiero
darme un puto homenaje.
Y ya sé
por dónde empezar. ¿Verdad Svenson-como-te-llames?
En dos
años he aprendido a odiarte.
Y voy
para allá.
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