miércoles, enero 11, 2012

Zack, las tijeras y el Molino

Zack, alias el “Alguacil”, había visto de todo en su relativamente larga vida. En tres decenas de años pueden pasar muchas cosas o no pasar absolutamente nada digno de ser recordado.
Sonrió. Digno de ser recordado.
En realidad nada de lo que había vivido se le podía catalogar de digno, y mucho menos, merecía la pena ser recordado.

A casi ciento veinte kilómetros por hora en su Yamaha, el viento soplando en contra y su chaqueta de cuero aleteando, todos los pensamientos eran una madeja deshilachada de temores.
Había conocido a Yolg. Ese viejo cabrón. No sabía qué había pasado en realidad en esa gasolinera, pero tenía muy clara una cosa: estaba atrapado en un círculo.

Al pensar en un círculo, miró la luna. Algo la estaba oscureciendo. Al principio pensó que era una nube pero…
Todo era muy extraño. Le conocían.
Él, no sabía el cómo ni el porqué…también les conocía. Había algo en esos ojos, en esos seres, en ese olor que desprendían, que le hacía sospechar que había estado con ellos antes en algún lugar que no conseguía recordar...
Al hacer una tumbada con la moto en una de las curvas que llevaban al pueblo de Gronber, inconscientemente, pensó en unas tijeras.

¿Por qué volvían de nuevo los recuerdos? Quizás fuese la frase de Yolg relativa a su padre, o esa maldita luna oscura…o peor: a lo peor todo tenía algo que ver.
Luna, tijeras, Yolg, Suth, Yellah, él….
Un charco de sangre en la cocina. La cabeza de su padre inclinada. Esa luz pálida de la cocina parpadeando. Y las tijeras clavadas entre los ojos. Luego, confusión entre luces de coches de policía, el Reformatorio, las peleas, más gente muerta.
-    Siempre fuiste un maldito hijo de puta!! – aulló. Estaba llorando y las lágrimas se desprendían de su cara con el viento – Un borracho miserable!

Miró por el retrovisor y sólo divisó oscuridad. Una alegoría a su pasado. Si miraba atrás veía pinceladas negras teñidas de sangre, dolor y furia. Pensaba en la persona que mejor representaba eso: su padre. Intentó quitárselo de la cabeza.
-    Estás muerto. Ya no le harás daño a nadie nunca más – Zack recordaba el día de su funeral. El cementerio de Hillgern vacío. Llovía pero a él no le importaba. Las copas de los cipreses señalando el infierno. Le habían dejado ir al funeral de un padre que no era padre. Le había enterrado, pero no había conseguido echar tierra encima de los amargos pensamientos de una vida anterior al Reformatorio.

Así era su vida. Antes, durante y después del Reformatorio. Una vida coloreada de gris, mate y de algo más grumoso. Había heredado la violencia, la rabia y la frustración. Una herencia que no había aceptado pero que vivía todos los días de su vida con ella y de ella.

Sintió las piernas agarrotadas. Necesitaba descansar. Llevaba más de tres horas encima de la moto y, aparte de las piernas, tenía el cuello y la espalda muy cargados. La mala noticia es que no había ningún motel, gasolinera o bar donde descansar y tomar un café muy cargado. La noche iba a ser muy larga. Aunque Suth no le hubiese contado nada nuevo aparte de lo que Yolg le había descrito, lo sabía.
La buena noticia es que Suth, le había dado una especie de mochila de otra época. Zurrón, creyó que se llamaba.
Dentro había más cosas de las que aparentemente cabían: una capa, una especie de cuchillo, un frasco con un líquido marrón, unas bolsas de café, una taza, una cantimplora llena de agua y un saco de dormir. Suficiente.

Cuando tomó la siguiente curva, frenó. Parecía que al lado de la carretera había un claro entre los pinos. Estacionó lentamente la moto y puso el pie a tierra. Un lugar perfecto donde hacer una breve pausa.
Yolg había sido muy claro: no corras demasiado, ni te detengas más de lo necesario. El tiempo no está de nuestra parte.

Sacó su mochila de viaje y miró el móvil. No le extrañó ver que no había ni una sola línea de cobertura. Estaba muy lejos de las poblaciones grandes y más importantes. La naturaleza no quería saber nada de la tecnología. Era celosa de su intimidad.
Sacó un pañuelo de algodón y se lo ató a la cabeza. Aún olía a esa familiar fragancia a sudor y Old Spice.

Alrededor del claro apenas se distinguía nada excepto las siluetas de los árboles recortadas en un cielo cada vez más carente de luz. Soplaba una brisa suave pero muy fría y cortante. El poncho que siempre llevaba consigo le sería útil.

Cuando se disponía a mezclar el café con el agua de la cantimplora, oyó un timbre. El móvil. Rápidamente se lo sacó del bolsillo de su cazadora. ¿Había cobertura? Imposible.

-    ¿Dígam…? – graznó. Sintió un frío súbitamente. ¿Se había parado la brisa? ¿Estaba más oscuro? Mientras se estaba haciendo esas preguntas, escuchó un susurro familiar al otro lado de la línea.
-    Soy el maldito hijodeputa – escupió una voz con una rabia nada disimulada. Era su padre. La mano le temblaba como la goma quemada – Sigo muerto, mi pequeño cerdito asesino, no te preocupes…pero puedo hacer daño. Nos veremos en el molino.

Y colgó. Se oyó un crepitar como el de una televisión mal sintonizada y luego nada.
Sintió la boca pastosa. Y entre temblores, vomitó todo lo que había comido hace unas horas en la gasolinera. Se había salpicado las perneras del pantalón y las botas pero, ni se dio cuenta, ni le importó.
En la negrura de la noche, el móvil era un ser deforme y peligroso. Pulsó una tecla al azar y se iluminó. No había cobertura. En la lista de llamadas recibidas…nada. No había habido ninguna llamada.
Y cuando pensó que todo había sido una mala jugada de su cabeza, que lo de la gasolinera fue un sueño…se iluminó de nuevo la pantalla del Nokia y un crepitar de estática tronó hasta reventar el altavoz del móvil.
No, no había perdido la cabeza. Aún.

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